lunes, 31 de agosto de 2009


UN MES DESPUÉS

Todo intenta volver a la normalidad, pero hay algo latente, una sustancia, alguna inconformidad que se resiste a hacerlo. La memoria trabaja como un reloj de precisión, el recuerdo se suma para hacer más agónicos los días, y las noches se cierran como diciéndonos olvidar está prohibido, hay flores todavía que arrancar, no es tiempo aún de partir hacia la nada.

He caminado esta casa queriendo encontrar preguntas menos inservibles, y me he visto de repente revisando las puertas como cuando era niño, colocando cerrojos, despertando candados. Subo y bajo las escaleras una y otra vez, y sigue ahí, idéntica, en su sitio, la lámpara de lágrimas de la infancia, la que inspiró una vez alguno de mis cuentos, el del ruido que juzgué, al igual que Ramírez, necesario para despertar a la vida, para no dormirnos en la cotidianidad del tiempo. Solo que ahora mis silencios demandan otras realidades. Ya no rompen la noche como antes, la hamaca de la nostalgia permanece velando hasta las primeras luces del amanecer.

Objetos, muebles, libros y pinturas, todo ha sobrevivido a los dolores familiares. Ignoro cuándo volverá la música; luego del llanto y de la tempestad social, la niebla empieza a disiparse, la nitidez de lo perdido avizora inclemente, la tristeza va tomando otra forma a medida que la vida aparece. Este joven que sigo siendo vuelve al patio de la casa para caminar bajo el mango frondoso, donde iguanas y zorras se disputan el cielo. Ya no se escucha la voz principal, aunque hay voces que se prenden de la brisa tratando de imitarla, un silbido cercano reclama mi deber. Yo me apresuro a abrir el garaje para recibir el abrazo del ausente.

Debo sobrevivir a esta casa si aspiro a detenerme, me digo mientras escucho al pájaro cantando lo contrario. Los perros son más listos, saben lo que ha cambiado pero ladran igual al timbre de la muerte. Voy y vengo de cuarto en cuarto pulsando las guitarras, vaciando las carencias, palpando los destiempos. Una a una vuelvo a vivir las tardes en el barrio, las sierpes que habitaban solares inasibles, los goles de medianoche cuando llegaba el contrabando. Pronto llegará la hora de marcharme, y un puñal sin punta perfora mi intestino, un dolor sin sangre, la mano borrosa de una madre limpiando para siempre al muchachito, el color de la vida pintando la soledad que me da aliento. Son tantos los rincones que recuerdo que es imposible vivir sin lastimarlos.

Un mes después vuelvo a mi vida, y a la futilidad de mis funciones. Pero la vida, no acaba de pasar.

FBA – DERECHOS RESERVADOS

miércoles, 19 de agosto de 2009

SOBRE LA MUERTE

El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince nos lanza, desde el ensayo y la literatura, esa “tabla de salvación” tan necesaria en todo momento (dulce o amargo) de la vida. Frente a la muerte, pero sobre todo frente a la muerte espantosamente violenta que azota desde antaño a Colombia examina este tema tan vital en la ficción y en la poesía pero tan definitivo y cruel cuando nos golpea de verdad. Transcribo a continuación algunos apartes (solo algunos, con el fin de no usurpar ni violar los derechos reservados de la editorial) de su ensayo escrito en 2004 y titulado “Si llego a saber, ¿qué haré?”, que publicara posteriormente en su libro “Las formas de la pereza” (Bogotá: Aguilar, 2007, p. 105-111):

“La muerte es lo más abominable para quienes amamos la experiencia de estar vivos. Elias Canetti declaró una y otra vez su odio, su rechazo, su desprecio radical por la muerte…

Hay muertes muy duras, pero aceptables. Es más, hay algunos homicidios que estamos dispuestos a entender, a aconsejar, a permitir. La gente tiene derecho, por ejemplo, a matarse a sí misma. El suicidio es el homicidio que menos rechazo merece, pues el mundo y la vida no son percibidos de igual manera por cada persona en todo momento…, hay circunstancias en las que la vida se vuelve un peso peor que la muerte, y elegimos la muerte.

Existen otras muertes que aceptamos sin alegría, pero con resignación: la muerte de quien se apaga al cabo de una larga vida vivida intensamente. Es una píldora amarga, pero endulzada por el tiempo, que pasa por la garganta sin hacer daño: la muerte por vejez, en una cama, sin excesivos sufrimientos terminales. Es la menos triste de las muertes y es, probablemente, la que casi todos desearíamos, si pudiéramos escoger: morirnos de viejos con la cabeza lúcida hasta el último sueño.

Hay muertes trágicas que caen en el terreno de lo intolerable, pero que producen una desesperación metafísica, no dirigida contra nadie, sino, si mucho, contra las alturas: la enfermedad mortal de un adolescente, el accidente fatal de un niño que se cae del balcón o es arrollado por un carro, el infarto o el cáncer en la cumbre de la producción intelectual o física de una persona madura, las catástrofes naturales y las epidemias…

Y finalmente hay muertes para las que no hay resignación posible, sino un hondo movimiento de rebeldía, una sed de revancha, de venganza o al menos de castigo y de justicia. Y son esas muertes derivadas de lo que llamamos violencia: cuando la agresión y la muerte provienen de nuestros semejantes, cuando el peor dolor es ocasionado deliberadamente por otro ser humano…”.

Dejemos textualmente hasta aquí al escritor medellinense. Recuerdo ahora los duros años del inicio de mi vida laboral en Montería, cuando a Inspectores y Jueces Permanentes nos tocaba la indeseable tarea de practicar las diligencias de levantamiento de cadáveres. No existía por aquel entonces Cuerpo Técnico de Policía Judicial alguno ni Fiscalía, y la ciudad no se caracterizaba propiamente por la apacibilidad y la tolerancia. La muerte por violencia, la muerte trágica y el suicidio hacían su agosto, y eran el pan nuestro de cada día durante turnos nocturnos que parecían eternos. Luego de “levantar” poco más de ochenta muertos de todos los pelambres en un período de dos años, la familiaridad con que terminé haciendo diligentemente mi labor es algo que hoy -lo confieso- me estremece, por no decir que me resulta espeluznante.

Pero creo haber entendido en ese tiempo la razón de mi calma. La idea de la muerte me empezó a martillar desde muy pequeño y siempre, que recuerde, he tenido esa extraña, especial o diferente mirada de la vida que lee preferiblemente en su reverso la mejor condición de la existencia. Así pues, verla oficialmente tan cerca me proporcionaba una excelente manera de dejar de sufrirla y de vivirla. Era, por así decirlo, la dosis de insensibilidad que mi alma desaforada, urgentemente requería.

Hoy la veo resurgir con absoluta firmeza en mi poesía, luego de finiquitar aquel trabajo horrendo y de ocupar los años subsiguientes en estériles avatares universitarios y políticos. Desaparecida toda acción, traspasada toda práctica, la música ha servido también para olvidarla. Pero con el paso de los años y experimentando ya una cercanía distinta, he retornado indefectiblemente a la senda de mi sino, la he visto de nuevo posicionarse en mis palabras, y es como si en todo ese tiempo solamente logré aplazar el imperio de aquella inolvidable compañera de infancia. La muerte ocupa de nuevo su sitial en mi vida. Y la vida lo sabe, mi vida se pregunta y se responde otra vez en función de su único seguro desenlace.

Me temo, en todo caso, que la muerte que el escritor antioqueño Héctor Abad describe como la menos triste y propia de la resignación, no sea así en realidad, sino, incluso, todo lo contrario. En cuestión al menos de tristezas, habría que considerar más elementos de juicio. Germán Espinosa, por ejemplo, advierte cómo, después de cierta edad, la muerte de un familiar o de otra persona golpea menos y en los entierros, sea cual fuere el hecho terminal, los jóvenes lucen más tocados y descompuestos. El mismo Sábato, quien a sus casi cien años de edad continúa invitando a sus lectores a que lo ayuden a morir, nos muestra en Abaddón a ciertos adolescentes como “los seres que más sufren en este mundo implacable”.

Entonces, me temo, como dije, que en materia de muertes y de tristezas el asunto no resulte tan esquemático ni la violencia que, sin duda, hemos sufrido de una u otra forma los colombianos actores y no actores del conflicto, sea la portadora de la mayor aflicción. No resignación, rebeldía, venganza… claro que sí, y la ficción, como dice el escritor que motiva estas líneas umbrosas de una prosa que algunos apreciarán vacía de esperanzas pero que palpo llena paradójicamente de vida, debe poner “un ladrillo para salvar algunos instantes de estas duras vidas y para arrancarle al amargo zumo de la existencia algunas gotas dulces, muy escasas, de felicidad”. Por supuesto que la muerte en Colombia, bien sea estatalizada, paraestatalizada o contraestatalizada, ha hecho decrecer la cifra que marca la expectativa de vida normal de un colombiano, pero la muerte sabe muy bien que la ceremonia de su poder no se agota allí.

Habría que examinar, por tanto, un aspecto igualmente angustioso: quizá la muerte natural, la extinción de “una larga vida vivida intensamente” nos recuerde de peor manera la trágica dimensión del hombre y de su mundo, la terrible comprensión de un destino que se cumple tarde o temprano y contra el cual no hay nada que podamos hacer. Ni siquiera el suicidio se mostraría en tal caso afortunado. La muerte por violencia, por su parte, ha impregnado de tal modo nuestra vida cotidiana que nos hemos acostumbrado oprobiosamente a sus embates. La otra muerte, la de siempre contiene, en cambio, la certeza de que nunca, por más tragedias y actos delictivos que evitemos, estaremos a salvo de su gloriosa firma.

Tiene sí razón Héctor Abad en lo de la píldora endulzada por el tiempo. Seis años después de la muerte de mi padre (por causa natural; no como la de su padre que fue por causa criminal, lo que me lleva a pensar que solo hasta concluir y publicar “El olvido que seremos” pudo empezar a degustar tan escabrosa dulzura) empezaba yo un poema con el siguiente verso: “Qué tendrán la Vida y el Tiempo que alejan todo dolor y construyen el frío recuerdo en el corazón humano”. La tarea de la ficción frente a la muerte que tiene por causa la violencia sigue viva en un país donde el compromiso del escritor debe operar en forma contundente. Sin embargo, la muerte será siempre la muerte donde quiera que guinde el toldo y organice festivamente sus rituales. Mi vida sí que lo sabe y es precisamente por la vida, entre virtudes y defectos, con satisfacciones y contrariedades, que sigo enfermo de ensoñación y canto.

FBA – DERECHOS RESERVADOS

martes, 4 de agosto de 2009

PALABRAS ANTE EL FÉRETRO DE MI MADRE:

El 1° de agosto de 2009, antes de amanecer y en medio de una lluvia torrencial, falleció en la ciudad de Montería (Córdoba-Colombia) mi madre, María Amparo Arango de Burgos. Sin sobreponerme todavía al dolor que su ausencia me produce, transcribo en mi rincón las palabras que, en nombre de la familia, pronuncié durante la ceremonia de su entierro. Lo hago solo por afincarme en la esperanza de recibir un día de éstos alguna señal de su presencia protectora dándome las fuerzas necesarias para seguir viviendo. A todas las personas que se han acercado para manifestarnos de una u otra forma su condolencia, gracias eternas. He aquí mis palabras:

“En nombre de mi familia quiero agradecerles a todas y a todos por estar aquí para decirle adiós a María Amparo Arango de Burgos. A ‘La Cachaca’ de Enán Burgos Perdomo. A ‘La Tía Payo’. A ‘Ampa’.

Madre mía. Madre nuestra. Hoy tal vez no escriba la mejor página literaria de mi vida ni quiero hacerlo. Prefiero escribirte pocas y sencillas palabras que rindan un merecido homenaje a tu memoria. Cómo agradecerte tantos años de vida y de servicio en una tierra que no era la tuya pero que te acogió con afecto; cómo olvidar aquellos años de trabajo y lucha constantes sufriendo como propias sus penalidades; cómo pagarte los días y las noches, las eternas noches donde solo escuchar tu voz nos alentaba; cómo aproximarme a tu infinita bondad, pródiga en atenciones y regalos. No hay tampoco palabras, madre, que puedan reemplazar la caricia de mis lágrimas.

Estamos todos aquí: tus hijos, tus nietos, tus amigas, tus amigos, muchos familiares y mucha más gente que te quiere. Falta Cristo Enán pero siento que es él, a través mío, quien pronuncia ahora estas palabras. Está presente con sus locuras y las mías para decirte lo mucho que nos vas a hacer falta. ¡Todos nos vamos algún día pero nadie como tú para honrar la vida!

Aún te debemos las prestaciones que nos reclamaste hace algún tiempo. Tu casa llora profundamente tu partida y el turpial que alivió tus dolores con su canto, hoy no ha cantado como de costumbre pero volverá a hacerlo. Te lo prometo. Como te prometo también que voy a convertir mi dolor en alegría. Alegría de haber sido y ser tu hijo menor. Alegría de saberte paisa y con un enorme corazón sinuano. Alegría de oírte de nuevo conversar largo y tendido. Alegría de recordar tus consejos y regaños. Alegría de sentir tus preocupaciones como faro protector de mis desvelos. Alegría de volver a verte cuidando otro jardín donde sembrar mi silencio.

Feliz viaje, mamá".

FBA

Finalicé con la lectura de dos poemas. El primero, titulado “Conjunción”, de la autoría de mi padre (Enán Burgos Perdomo, fallecido en 1986 y quien le dedicara este hermoso soneto a mi madre el 13 de abril de 1975); y el segundo, de mi autoría, titulado “Escéptico” (publicado en 1991 en mi poemario “Poemas de Antesala”).

CONJUNCIÓN

Yo te invito al amor intensamente
con la fuerza total que me perdura
para rendir tributo a tu hermosura
sin importarme nada ni la muerte.

Quiero vivir la vida plenamente,
quiero ceñirme más a tu cintura,
quiero tu solidez y tu ternura,
quiero tu conjunción, únicamente.

Sé que me quieres y que yo te quiero
como nadie jamás amada ha sido
y nunca como yo nadie querido.

Por lo cual, orgulloso de mi fuero,
yo te brindo mi amor ya rebosado.
Quiero sentirme más y más amado.

ESCÉPTICO
(Para mi madre, Amparo,
este poema del alma inmutable
y del hombre que navega
por aguas turbias)

Mamá
cárgame sí
que el balcón de la casa
no me deja mirar a los niños
de paseo por el barrio
con mis grandes ojos de siempre

mamá
por qué soy tan chiquito
si no voy a la escuela
y trabajo hasta tarde
entre risas malvadas

cárgame mamá
pues tengo diarrea y ganas de llorar
y necesito tus mágicos cuidados,
llévame a tu regazo sin muerte
enséñame tu corazón eterno
Mamá