jueves, 5 de diciembre de 2013

LA POESÍA DEL PODER O EL PODER DE LA POESÍA
(ponencia; a manera de reflexión)

PARA: I CONGRESO INTERNACIONAL DE POETAS DEL CARIBE –CONPALABRA– BARRANQUILLA 2013 (octubre 25 al 29)

Ejes Temáticos: ¿Es posible una revolución poética en el Caribe? El papel de los poetas y su compromiso con la paz de los pueblos.

POR: FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)
Montería – CÓRDOBA – COLOMBIA
Octubre 15 de 2013

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Creo, poderosamente, en la Poesía, con la misma intensidad que descreo de los poetas (incluyéndome). No de todos, por supuesto. Descreo, en especial, de los que se mantienen cazando festivales para posar como tales, olvidándose de que la diosa que los anima, cuya emoción dicen transmitir, no admite el culto al espectáculo que hoy día prolifera como un espantoso mercado cultural de mutuo elogio y recíprocos favores.

Y a la postre, está bien que así sea, pues trátese de quien se trate, la palabra de un poeta no es de fiar. Y lo sé por experiencia propia, en la doble calidad de víctima y de victimario. Pero pongámonos serios para admitir, al menos por esta vez, la necesidad de que transitoriamente, para un fin sublime, sí lo sea, pues la búsqueda humanitaria de la paz, amarrada a la obligación moral de procurarla a través de ejercicios políticos inéditos desde lo que somos y hacemos, es, en verdad, inaplazable.

Aquello tan renombrado de Hamlet vuelve a cobrar, una y otra vez, patética vigencia: “Ser o no ser, de eso se trata: si para nuestro espíritu es más noble sufrir las pedradas y dardos de la atroz Fortuna o levantarse en armas contra un mar de aflicciones y oponiéndose a ellas darles fin”. Y de esto también se trata: seguimos citando frases por demostrar conocimiento e ilustración, o estamos dispuestos a llevarlas a la práctica como se pregona desde que apareció en el mundo el fantasma de un famoso Manifiesto…

Y es aquí cuando una valiente y dramática obra pone a pensar hasta qué punto puede un poeta cruzar las fronteras de la poesía, involucrarse en cambios políticos y sociales significativos, y seguir siendo después, bajo la égida del nuevo régimen, POETA en todo el sentido de la fatal palabra, y no sumiso militante. “A plena voz” lo expresó Vladimir Mayakovsky antes de evaporarse por su propia mano: “… partí al frente dejando atrás los jardines de la poesía / hembra caprichosa /… reprimí mi canto / pisoteé la garganta de mi propia canción /… Mi verso llegará por encima de los picos de los siglos / por encima de las cabezas de poetas y gobiernos /… aparecerá tangible / tosco / visible…”.

Ahora bien, ¿comporta la poesía algún poder asombroso que pueda “utilizarse” para romper esquemas? Una “revolución poética” debe, a mi juicio, abrir el debate en varios sentidos: el primero de ellos, encaminado a ponerla al servicio del cambio social, sintonizándose así con el importante transcurrir paradigmático de las ciencias sociales en el mundo; un segundo momento, obligaría a adoptar su mirada revolucionaria teniéndose ella misma como objetivo y no la sociedad que, mal que bien, generalmente la contextualiza. Pero un tercer camino, sin sucios eclecticismos, me lleva a pensar en la posibilidad de disparar “una poética de la transformación” en sentido integral. Eliot marcó en su época un claro y contundente derrotero al ubicar en el lenguaje propio el óptimo legado del poeta, a la par de plantearse como reto el encontrar posibilidades nuevas para la poesía.

Y en torno a la paz, ¿qué podríamos argüir desde el corazón incorregible y penumbroso de la poesía? ¿Somos realmente poetas de paz y por la paz? Pienso en un joven poeta nicaragüense, de Estelí, ajedrecista e hijo de carpintero y educadora, que murió a temprana edad desafiando a plomo el régimen somocista. ¿Cuántos Leonel Rugama quedan aún en este planeta triste de invivibles tiempos? En todo caso, invencible será siempre la poesía que, sin proponérselo, puede llegar a transmutar el orden preestablecido, ambientando caminos insospechados de liberación a partir de revolucionarse ella misma por dentro.

La paz de los poetas… Intentemos un microcuento de esos que gozan de tanto prestigio literario, tanto o más que el epigrama en la poesía. Supongamos que “paz” y “guerra” no son antónimas, sino que la una basa su existencia en las inconsistencias de la otra. Agreguemos un viceversa. Ambientemos entonces una rápida conflagración y pongámosle también un ruido hostil que no ocupe más de media línea. Por último, un invierno que acabe con todo, mientras el protagonista se disipa mediante alguna ilusa y truculenta martingala…

Mal intento, sin duda; pero algo dice, algo bien fuerte sugiere. En definitiva, pensemos mejor en una poesía que se acerque a la política sin dejar de ser poesía; o, en otras palabras, una política que se acerque a la poesía sin corromperla. Es la política la que tiene que ser instrumento de la poesía y no al contrario. La educación, por su parte, debería aclimatar tan necesario sendero. Solo que en países de profundos desequilibrios como Colombia, termina siendo pensable y deseable que la poesía, en determinadas circunstancias, opere al servicio de la política, sobre todo porque la educación y la cultura no constituyen ni constituirán jamás políticas serias en gobiernos “democráticos” que amarran lo social a la expansión de un modelo económico que se encarga, inexorablemente, de profundizar lo contrario. Así las cosas, no es la poesía la que propiamente transformaría, sino la política, aportando de todos modos la poesía un  grano de confusa e inesperada arena.

Y vale la pena aducir aquí que no se elige ser poeta, que ser poeta no es algo que deba lucirse sin bochorno. En verdad, los afanes de la poesía no deberían ir más allá de sus pálidos límites, como no es posible advertir en su itinerario existencial recetas milagrosas para curar los males de la humanidad. ¿Qué sentido tendría cantar con plenitud a la vida, marginando de tal encantamiento la estética de la muerte? Melodías, letras, armonías y ritmos complementarios que son, finalmente, los que permiten que la poesía pueda trazar un horizonte vital aunque siempre contradictorio, aunque siempre ligado a la fatalidad de un desabrochado individualismo antropológico.

Jorge Boccanera, poeta argentino, al presentar su compilación “El poeta y la muerte” aterriza una inextricable verdad: “Vida y Muerte –Eros y Tánatos–, caras de una misma moneda implacable y severa. Espacios vitales del devenir del hombre que constantemente se confunden, como aguas de dos océanos cuyos límites nadie ha podido fijar”. Suceso mítico e inexplicable, “extensa laguna negra” en la que los poetas han encontrado, además, un efecto de lucha social, lucha de clases que ve su fin ante la significación igualitaria de la Parca. Calixto Ochoa, autor de infinidad de canciones exitosas que han engalanado el género musical conocido como “vallenato”, lejos del Valle e imbuido de música sabanera lo cantó de manera inmejorable en el tema que, en aire de merengue, tituló “El Esqueleto”: “entonces por qué razón hay tantas personas que se imaginan ser más que otras, / siendo que en el cementerio, después de muertos, todos valemos la misma cosa. / Se acaba la vida / se acaba el misterio / se acaba el orgullo y también la ambición, / el día que lleguemos al descanso eterno, allí no hay ninguna discriminación”. Sabiduría popular. Poesía elemental y desafiante que ya no se cultiva en una música que atraviesa hoy una terrible crisis, adobada, como está, de elementos monotemáticos, romanticones y sensibleros.

La poesía del poder o el poder de la poesía… ¡Brújula que muestra a un tiempo claridad y neblina! Tema inagotable y muy discutible. Como para tertuliarlo sin boatos, sin acomodos, y sobre todo sin prevenciones. De panfletistas está lleno el club donde se relajan los poetas pulcros y virtuosos. Un inescrupuloso lugar común hace del arte supremo, escenario de élites cultivadas poco o nada interesadas en llevar a la práctica sus febriles “conclusiones”, las cuales contienen, no pocas veces, mensajes ambiciosamente revolucionarios.

Que la poesía nos libre entonces de tantos autodenominados poetas que promueven sus fragancias narcisistas en redes sociales condenando el caos, la maldad y la irreverencia para mostrarse superficiales, bonachones y esperanzados. Quedémonos más bien con el espíritu tabernario del Shakespeare que nos advirtió  cuando abrasa la sangre, con qué soltura el alma presta promesas a la lengua”, pero quedémonos también con el César Vallejo que nos enseñó a morir “de vida y no de tiempo”, a “cambiar de llanto”, no sin exigirle “otro poco de calma” al Camarada.

Una poética de la transformación en sentido integral nos llevaría a considerar alteridades, a asumir el logro de la paz en contextos materiales más que formales, a despojarse de la veste farandulera de poeta para descubrir y perfilar la poesía en la sencilla cotidianidad del hombre que, pese a todo, azacanea, acostumbrado como está a callejear por victorias y fracasos. Un anhelo furtivo, enrevesado y para nada inocuo lo trasciende y persiste gracias, sin duda, a la mágica detonación que combina universo y soledad, localidad y grandeza. Así pues, el poeta no debe perder nunca de vista la intrínseca destrucción que lo acompaña.

Recordemos a Chesterton: “El poeta tiene que andar descontento aun por las calles del cielo: el poeta es el sublevado sempiterno”. Abriguemos entonces la esperanza, la dura, seca y radical esperanza de que el legado de Martí, Lugones y Darío, entre otros modernistas –considerados por Borges como auténticos Libertadores–, contribuya de alguna manera a renovar imaginarios y a explorar nuevos caminos de oposición creativa.

Concebir lo que Heidegger denominó –buscando en Hölderlin la esencia de la poesía–, “verdaderamente”, el campo de acción de la poesía y a la misma poesía, confiando al cuidado de los poetas la instauración de lo permanente, es decir, la poesía entendida como “la instauración del ser con la palabra”, “por la palabra y en la palabra”, confiere un poder con múltiples y mayúsculos retos. La poesía no es, pues, un adorno ni un mero juego inofensivo, pues conlleva, para proyectarse debidamente, riesgo y hesitación. Expuesto como está entonces el poeta, según Heidegger, “a los relámpagos de Dios”, UN NUEVO TIEMPO se anticipa en el rol intermedio del poeta, como intérprete solitario que debe encaminar hacia la verdad la voz de su pueblo.

Y en efecto, finalizo con un ruido inédito de mi propia cosecha: “No soy trágico / soy peligroso”.
 
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