Me gusta el ruido. Aborrezco, por consiguiente, esas
reuniones aburridas de estirados que, con música de fondo o a bajo volumen,
intelectualizan la vida asumiendo poses y finuras detestables, viajantes fachendosos
que gustan de restregarle a nuestro pueblerino encierro su trasegar por mundos
imposibles, las insulsas hazañas, las calles y lugares donde han “sobrevivido”,
el gastronómico privilegio que jamás probaremos. Y hablan con tanta jactancia y
sofisticación delante de la ignorancia silenciosa que, así minimizada, se
limita a escucharlos, que dan ganas de aceitar la máquina atroz de la fugaz
rebeldía para darles un contundente garrotazo. Mucho más merecido cuando no se
acuerdan del saludable pasado en el que hirvieron. Pero el ruido que me gusta
no es bulla escandalosa sino mezcla portentosa de música y poesía, saudade y emoción,
coraje y optimismo. Por eso, huyo cuanto antes de los familiares convites que
rayan en lo mismo, de los insufribles cócteles donde el Arte se pudre; y por
eso también, cuando un sábado a las 10 a.m. recibo de una vecina lejana el
irrespetuoso pedido de bajarle el volumen a mi llanto, se me encienden de inmediato las ancestrales furias y, armado
de mi cerveza inseparable, le increpo al cielo el atreverse a torpedear los
recitales del averno.
Me pregunto entonces: ¿Qué hacer con tanto intolerante
que más que amar al silencio lo que hace es perturbar su creativo y mundanal
sonido? Tolerantes somos, por el contrario, nosotros, los hijos del Gran Ruido,
que soportamos pacientemente el estrépito pueril de la pomposidad que duerme.
Tolerantes somos nosotros que, en lugar de inyectarle al laborioso descanso
algún petardo vía anal, optamos, con sabia discreción, por subirle el volumen a
la apacible muerte. Pero la doble moral campea también en Colombia por los
lados de muchas leyes inefables. Como la reciente de tránsito, que nos
emborrachó a todos y nos culpó a todos por igual. Un país que financia el
sistema de salud con alcohol y juegos de azar, y en el que la inseguridad reina
por doquier, expone a conductores de motos y vehículos a quedar a merced de su
variada oferta de delitos. Y todo, por unos cuantos tragos… Escucho en este
momento el palpitar de una sombra citadina, de taberna en taberna, sabiéndose
beber la vida sin concitar peligro. ¡Malditos esos vientos infames que no saben
cómo conspirar en la ebriedad eterna! Libación solitaria, salva a tus ruidosos
de la torpe alegría, líbranos de este pecaminoso país de mojigatos.
A esa vecina de un barrio de soberbios y encopetados
en el Sinú tendríamos que echarla hasta de cementerios o camposantos, pues, de
seguro, ni ahí dejaría a los pobres huesos tratar de ser felices. Ni siquiera
en cercanías de sitios como esos o similares (nosocomios, psiquiátricos, iglesias,
asilos y demás habitáculos por el estilo que se asocian indefectiblemente a un
mórbido reposo), debería permitirse que residan esos individuos perversos que
maltratan nuestro ruido, pues, de igual o peor forma, afectarían los oídos del
cantarín silencio. Al menos en Sahagún, por los lados de su cementerio
principal –donde la fiesta se rehúsa a morir–, no son para nada bien llegados.
Vuelvo a cantar a destiempo para recordar la melódica
consigna: “Ruidosos del mundo: cantemos de consuno por el bien del silencio”. Y
hagámoslo con música, con MÚSICA a todo timbal, y que un nojoda milenario retumbe más allá del policivo control de las
polillas. Así pues, fumiguemos con notas, compases, acordes y punzantes letras a
todos esos bichos macabros que pretenden que apaguemos nuestro verso. Algún día
contaré las peripecias que me ha tocado padecer en diferentes ciudades de
Colombia cada vez que mudarme ha sido inevitable. Desde entonces, una labor
casi de espionaje realizo siempre que tengo que trastearme, porque “Don Pacho”,
mi irreparable equipo musical, es el primero que entra a posesionarse de la
nueva casa. De ahí que no cambie ni cambiaré nunca una “parranda” por la
tertulia creída que luce lo que se come en las redes sociales, ni por una
reunión de bendecidos voraces que toman vino importado mientras una musiquita soporífera
les sirve de telón de fondo para parlar a nombre de la falsa y superficial decencia.
Tal como lo escribí alguna vez en uno de mis cuentos, “la
vida es la misma en cualquier parte, solo que hay sitios donde duele menos”. Pero
en todos (exuberantes o no, con progreso o atraso, paradisíacos o desastrosos) nace
la muerte, se afeita la vida, se multiplican miedos, sestea la amargura. Horas
y horas, días y noches van acercándonos a todos, vivamos como vivamos, al
frugal desenlace. Es cuando agradezco a escritores como Pamuk en “Estambul” o a
Fernando Vallejo en “Los días azules” que se hayan atrevido a contar crudamente
sus vidas, a hablar de sus lugares sin tapujos, desnudando unas cuantas
verdades necesarias. Algún otro día haré lo propio con mi Sinú amado. Qué
cuento ese el de que para procurar universalidad e inmortalidad hay que olvidarse
de la infancia, del yo, de la familia, de las frescuras inauditas, de los
sueños que abortamos, del espacio vital donde, mal que bien, destruimos nuestro
mundo por muy minúsculo o intrascendente que haya sido o todavía sea. ¿Hay
acaso alguna humana diferencia, más allá del obvio y físico contraste, entre
caminar por Madrid o París que hacerlo en el centro de Montería y pararse en toda
la esquina de la calle 35 con Carrera 2ª cuando altavoces, vocingleros y golondrinas
hacen de las suyas? Qué majadería la del hombre que se cree más o mejor en la
medida en que más se distancia de su vulgar terruño.
Me quedaré en el Sinú toda mi vida (o lo que me resta
de ella) como Pamuk en su Estambul, y me quedaré como soy, como no soy, con mi
ruido pensativo, con mi indeseable tristeza, y sobre todo, con la levedad
imperturbable de mi canto.
FBA