miércoles, 5 de febrero de 2014

UNA APOLOGÍA SILENCIOSA...

 

Me gusta el ruido. Aborrezco, por consiguiente, esas reuniones aburridas de estirados que, con música de fondo o a bajo volumen, intelectualizan la vida asumiendo poses y finuras detestables, viajantes fachendosos que gustan de restregarle a nuestro pueblerino encierro su trasegar por mundos imposibles, las insulsas hazañas, las calles y lugares donde han “sobrevivido”, el gastronómico privilegio que jamás probaremos. Y hablan con tanta jactancia y sofisticación delante de la ignorancia silenciosa que, así minimizada, se limita a escucharlos, que dan ganas de aceitar la máquina atroz de la fugaz rebeldía para darles un contundente garrotazo. Mucho más merecido cuando no se acuerdan del saludable pasado en el que hirvieron. Pero el ruido que me gusta no es bulla escandalosa sino mezcla portentosa de música y poesía, saudade y emoción, coraje y optimismo. Por eso, huyo cuanto antes de los familiares convites que rayan en lo mismo, de los insufribles cócteles donde el Arte se pudre; y por eso también, cuando un sábado a las 10 a.m. recibo de una vecina lejana el irrespetuoso pedido de bajarle el volumen a mi llanto, se me encienden de inmediato las ancestrales furias y, armado de mi cerveza inseparable, le increpo al cielo el atreverse a torpedear los recitales del averno.

 

Me pregunto entonces: ¿Qué hacer con tanto intolerante que más que amar al silencio lo que hace es perturbar su creativo y mundanal sonido? Tolerantes somos, por el contrario, nosotros, los hijos del Gran Ruido, que soportamos pacientemente el estrépito pueril de la pomposidad que duerme. Tolerantes somos nosotros que, en lugar de inyectarle al laborioso descanso algún petardo vía anal, optamos, con sabia discreción, por subirle el volumen a la apacible muerte. Pero la doble moral campea también en Colombia por los lados de muchas leyes inefables. Como la reciente de tránsito, que nos emborrachó a todos y nos culpó a todos por igual. Un país que financia el sistema de salud con alcohol y juegos de azar, y en el que la inseguridad reina por doquier, expone a conductores de motos y vehículos a quedar a merced de su variada oferta de delitos. Y todo, por unos cuantos tragos… Escucho en este momento el palpitar de una sombra citadina, de taberna en taberna, sabiéndose beber la vida sin concitar peligro. ¡Malditos esos vientos infames que no saben cómo conspirar en la ebriedad eterna! Libación solitaria, salva a tus ruidosos de la torpe alegría, líbranos de este pecaminoso país de mojigatos.

 

A esa vecina de un barrio de soberbios y encopetados en el Sinú tendríamos que echarla hasta de cementerios o camposantos, pues, de seguro, ni ahí dejaría a los pobres huesos tratar de ser felices. Ni siquiera en cercanías de sitios como esos o similares (nosocomios, psiquiátricos, iglesias, asilos y demás habitáculos por el estilo que se asocian indefectiblemente a un mórbido reposo), debería permitirse que residan esos individuos perversos que maltratan nuestro ruido, pues, de igual o peor forma, afectarían los oídos del cantarín silencio. Al menos en Sahagún, por los lados de su cementerio principal –donde la fiesta se rehúsa a morir–, no son para nada bien llegados.

 

Vuelvo a cantar a destiempo para recordar la melódica consigna: “Ruidosos del mundo: cantemos de consuno por el bien del silencio”. Y hagámoslo con música, con MÚSICA a todo timbal, y que un nojoda milenario retumbe más allá del policivo control de las polillas. Así pues, fumiguemos con notas, compases, acordes y punzantes letras a todos esos bichos macabros que pretenden que apaguemos nuestro verso. Algún día contaré las peripecias que me ha tocado padecer en diferentes ciudades de Colombia cada vez que mudarme ha sido inevitable. Desde entonces, una labor casi de espionaje realizo siempre que tengo que trastearme, porque “Don Pacho”, mi irreparable equipo musical, es el primero que entra a posesionarse de la nueva casa. De ahí que no cambie ni cambiaré nunca una “parranda” por la tertulia creída que luce lo que se come en las redes sociales, ni por una reunión de bendecidos voraces que toman vino importado mientras una musiquita soporífera les sirve de telón de fondo para parlar a nombre de la falsa y superficial decencia.

 

Tal como lo escribí alguna vez en uno de mis cuentos, “la vida es la misma en cualquier parte, solo que hay sitios donde duele menos”. Pero en todos (exuberantes o no, con progreso o atraso, paradisíacos o desastrosos) nace la muerte, se afeita la vida, se multiplican miedos, sestea la amargura. Horas y horas, días y noches van acercándonos a todos, vivamos como vivamos, al frugal desenlace. Es cuando agradezco a escritores como Pamuk en “Estambul” o a Fernando Vallejo en “Los días azules” que se hayan atrevido a contar crudamente sus vidas, a hablar de sus lugares sin tapujos, desnudando unas cuantas verdades necesarias. Algún otro día haré lo propio con mi Sinú amado. Qué cuento ese el de que para procurar universalidad e inmortalidad hay que olvidarse de la infancia, del yo, de la familia, de las frescuras inauditas, de los sueños que abortamos, del espacio vital donde, mal que bien, destruimos nuestro mundo por muy minúsculo o intrascendente que haya sido o todavía sea. ¿Hay acaso alguna humana diferencia, más allá del obvio y físico contraste, entre caminar por Madrid o París que hacerlo en el centro de Montería y pararse en toda la esquina de la calle 35 con Carrera 2ª cuando altavoces, vocingleros y golondrinas hacen de las suyas? Qué majadería la del hombre que se cree más o mejor en la medida en que más se distancia de su vulgar terruño.

 

Me quedaré en el Sinú toda mi vida (o lo que me resta de ella) como Pamuk en su Estambul, y me quedaré como soy, como no soy, con mi ruido pensativo, con mi indeseable tristeza, y sobre todo, con la levedad imperturbable de mi canto.

 

FBA