INVECTIVA
EN Mi Menor (Em)
Mi
Menor (Em): 11:15 de la
noche, domingo. Pienso en la poesía. Soliloquiar funciona a veces, así que a
dar lora, no importa la hora, me animo cacofónico. Más que pensar en la poesía
pienso en los libros de poesía (al menos en los que, en verdad, de alguna
manera la contienen). Recuerdo una conversación meses atrás durante una feria
de libros. No es buen negocio para editoriales, me cuenta la mujer que atiende
el estand de la suya, explorando yo la posibilidad de publicar con ellos alguno
de los míos. ¿Cuántos tiene?, ¿son todos poemarios?, pregunta ella interesada.
Respondo resignado y con algo de vergüenza irresponsable: ocho, son ocho
libracos inéditos que se suman a cuatro que medio autopubliqué hace tiempo, con
bastante intervalo entre uno y otro. Que si son poemarios (dudo en
admitirlo)..., ¡pues sí!, aunque hay dos que podrían calificar como poema en
prosa, o más bien, son prosas que juegan a ratos a ser poemas, una especie de
diario de calles y tiendas de esquina con ribetes hasta novelescos. ¿Y qué
piensa hacer con todo eso?, me pregunta no tan interesada. No sé, supongo que
quemarlo, lo que en versión menos romántica significa aplicarle el delete informático.
Si
Siete (B7): 11:50. Caigo en
la cuenta de que ni yo mismo (que intento con insistencia escribirla) soy
lector-consumidor de poesía. Lo fui alguna vez, en mis tiempos de estudiante de
Derecho, cuando frecuentaba no librerías jurídicas sino la “Continental” en
Medellín (la de la cuadra Primero de Mayo con Palacé, lindante con la Plazuela
Nutibara), hoy extinta, y siempre salía con otro libro de versos en el sobaco.
Recuerdo uno, de Leonard Cohen, que inconscientemente guardé para leerlo
treinta años después, y cuando, en efecto, lo hice, verifiqué que hay libros que
no deben leerse de inmediato, hay que darles tiempo, esperarlos o que nos
esperen, pues a ese coitar de infidelidad también le llega su momento. La Caja de especias de la tierra es uno
de ellos, jamás hubiera descubierto su estética de tempo lento y profundo
treinta años atrás. A Flores para Hitler,
adquirido también en aquellas
calendas, no le ha llegado todavía su hora. Maravilloso saber que Leonard murió
en 2016, activo, octogenario, y canciones y libros suyos continúan viviendo sin
él como si nada.
La
Menor (Am): lunes de
desvelos, deben ser como las dos de la mañana, qué me estará pasando, ni pizca
de sueño, me acuerdo de un libro de Carlos Castaneda (¿será cierto eso de que
mutó de Castañeda a Castaneda porque su máquina de escribir no tenía eñe?), Relatos de poder, que enseñaba a detener
el diálogo interno y a evaporar personas (sobre todo enemigas; con este método,
a una horrible y acosadora jefe de oficina logré desaparecerla de mi vista), al
igual que de unos ejercicios mágicos, los pases de la tensegridad que, con
garras de águila, practiqué fructíferamente durante los años que viví en La
Caterva. ¡Ni modo!, hoy no me sirven de mucho, me sigue la pensadera, despiertos como están ahora en mi cabeza los festivales
literarios, en especial los de poesía, en auge por estos meses, con todo el
amiguismo que los caracteriza. Pero en lo que realmente pienso es en los pobres
muchachos de secundaria obligados por sus profesores a asistir a esas lecturas
poéticas por lo general intrincadas y tediosas, de gente adulta y extravagante
(pésimos lectores de poesía casi todos) a la que tienen que escuchar impelidos
hasta por notas y tareas. Entre esto y lo de aquel cura pando del colegio
abiótico, despótico y traumático en el que estudié primaria y bachillerato no hay
mucha diferencia. Misa a cada momento y en pie, en el amplio salón donde, vaya
paradoja, también se hacían los recreos. ¿Misa y poesía será que son lo mismo?
No decía acaso un premiado poeta colombiano que la poesía, para no ser
retórica, debe ser una oración... Hago un gesto de nahual y espanto este
pecado. Me perdono por tener que preguntarme entonces qué sería de esos
festivales y del dinero estatal que se destina, vía concertación, a ellos, sin
ese público juvenil que sirve para cumplir requisitos y con el que, a falta de
presos y de ancianos, se llenan o rellenan los espacios culturales. Esto del
registro fotográfico se presta para todo. Hace un tiempo fui con mi compañera
de enredos sentimentales a un evento literario en condición, ambos, de asistentes.
Ella, que detesta las fotos más que yo, fue pillada por una cámara al servicio
de estas exigencias oficiales, y tres o cuatro años más tarde vimos la
susodicha foto divulgada como prueba de un evento posterior del mismo círculo.
Do
Mayor (C): 3:17 a.m.,
buena hora para leer a Leopardi (¡sí!, mentí, todavía leo poesía). Lo hago
ahora en un juguetico nuevo, una Kindle paperwhite de Amazon para leer libros
electrónicos. Toca modernizarse un poco, pues las librerías (como ocurrió con
los almacenes de casetes, elepés y compactos) van en descenso, y la oferta de
Internet (quitando la basura, que es mucha) supera en todo caso el inventario
de las que han sobrevivido a la era digital (al menos en este calamitoso país
de la felicidad en el que habito). El mundo virtual llegó para quedarse. Eso
creo, aunque a estas alturas de la noche conviene no creer en nada, el mundo
virtual también desaparecerá, mucho más rápido que su opuesto, y quién sabe en
qué comunidad primitiva terminará sus días la especie humana creyéndose con el
derecho de subsistencia ni en qué planeta deshabitado podrá otra vez
multiplicarse. ¿Qué haces, luna, en el
cielo? Dime, ¿qué haces silenciosa luna? Minado por distintas enfermedades
desde niño, y aquí está otra vez Leopardi advirtiéndonos que es funesto a quien nace el nacimiento. ¿Habrá
luna en dos mil años más?, le pregunto al poeta, pero ni él ni la luna me
responden, y esta, cabeceando en el cielo, parece haber sido tocada por la
naturaleza mortal que nos consume.
Re
Mayor (D): cuatro y doce,
un libro real, físico, de papel, quizá ayude a conciliar el sueño. Ojalá un
libro duro, cortante, peligroso, en el que la soledad y el desarraigo conversen
con la muerte (Lejos de Roma valdría
la pena releerlo, si no fuera porque otro escritor atípico, Mario Levrero, me
dispensa desde hace días una luminosa vacuidad). No tengo remedio: lo alegre me
deprime, lo triste me da aliento. Algo debo tener por dentro (algún circuito
defectuoso) que no he logrado nunca que funcione bien. Pizarnik, Bolaño, Auster
y Beckett están también al alcance de la hamaca, de este lecho colgante donde
duermo (dormir es un decir), aunque velar es otra forma de dormir, quien piense
lo contrario no sabe ni un ápice de estas cosas, no ha pasado largas noches de
insomnio contemplando los poderes secretos de la oscurana, elijo al azar,
prendo la lámpara de pie (me tropiezo de refilón con Felisberto Hernández,
nadie encendía las suyas me recuerda) y las cinco historias de música y
crepúsculo de Ishiguro terminan en mis manos. La música, siempre la música. Mi
compañera de miedos duerme con placidez en su cama individual, dormir separados
a lo mejor nos ayude a sofocar, tarde o temprano, ausencias dolorosas…
Sol
Mayor (G): amanece, y un
pensamiento trasnochado anda a la deriva. Pienso de nuevo en la poesía, o más
bien en esos extraños estudiantes que sí podrían sentirse receptores, no
justifica ello sin embargo el querer embutir poesía a diestra y siniestra
accionando su pompa sin reparos, ese cuento absurdo de dizque democratizarla y
expandirla, esos festivales debieran acabarse, lo mejor que puede pasar con la
poesía es dejarla quieta, lejana y en silencio, permitirle copular intranquila
con sus perversos amantes solitarios. Su mejor público se parece bastante al de
aquel lugar vacío, en una universidad del Caribe, donde Aníbal Tobón y yo
estuvimos, y en el que gracias a la desprogramación del evento nos salvamos de
leer nuestras penurias. ¿Vestirse de poeta tendrá alguna justificación? La
poesía es sencilla (entiéndase, por favor, sencilla)
y cotidiana, y el poeta no necesita disfrazarse de poeta para serlo, eso me
digo mientras llegan a mi mente ciertas vestes, sombreros, túnicas, barbas y
ademanes, algún día me vestiré como tal, eso supongo, es posible que ya lo haya
hecho y no me acuerdo, si bien mis pintas poemáticas, el pelo largo y otras
rebeldías, me asemejan más al sol de la insurgencia. Y no estoy pensando en
esta naranja que ya veo, que empieza a castigar desde el oriente la piel de mi
ventana. Para mí el sol es oscuro y tormentoso. No podía faltar la estólida
pregunta: ¿la poesía sirve para algo? ¡Sí!, si sirve. ¿Para qué? No sé. Y
punto. No jodan más con eso.
Si
Siete (B7): 10:40 a.m.;
acorde transitorio para irme levantando. Debo despertar lo antes posible de
esta vigilia sospechosa, sobre todo porque aún no salgo de este cuarto a
degustar el tinto mañanero.
Mi
Menor (Em): postmeridiano;
en definitiva, este aparatico electrónico me tiene sorprendido, liviano y
funcional, hasta permite resaltes, subrayados, recortes y anotaciones. Pero un
primer problema se aproxima: ¿cómo reemplazar la figura del ojo y el número
variable de pestañas con que registro mi paso por las frases que considero
importantes en los libros? No me desanimo, un emoticono debe haber por ahí para
ese uso. Quiero, además, seguir leyendo libros de carne y hueso que se puedan
violar o consentir. Y es cuando salgo de la hamaca maldiciendo a mis ocho
poemarios digitados, con la intención de preservar al mundo de las flores
amargas que contienen.
FRANCISCO
BURGOS ARANGO
(FBA)