DILEMA moral, amoral y hasta contra la
moral si así lo prefiere alguien definir. Pero dilema al fin y al cabo. Como
para meterse en camisa de once varas. ¿Qué es lo que se elegirá en Colombia el
11 de marzo de 2018? Nada más y nada menos que a un puñado de colombianos (268)
que aspiran a ganarse más de treinta millones de pesos mensuales entre sueldo
básico (faltando incremento salarial 2018), gastos de representación y prima
técnica, y acceder también a privilegiados beneficios como: primas especiales
de julio y diciembre, prima de localización, régimen excepcional de
prestaciones y de pensiones, planes de telefonía móvil, camionetas blindadas,
transporte regional, pasajes aéreos nacionales en clase ejecutiva, contratación
de asesores, turismo internacional, vigilancia policiva, escoltas por cuenta
igualmente del erario, cuantiosa incidencia en melosas inversiones, maniobras
clientelistas y no sé qué otras perlitas del país corrupto que nos gastamos.
Y los colombianos somos tan pendejos que los elegimos para
eso. El solo aspirar me parece de una indignidad absoluta si nos acordamos de
la iniquidad que pesa en muchos aspectos sobre una república que en realidad
nunca se independizó ni ha sido capaz de superar sus sociales contradicciones y
violencias enfermizas.
En lo particular (para no mencionar casos mucho más
aberrantes y masivos pegados al desempleo, a la informalidad, al rebusque, al
salario mínimo que ni siquiera es mínimo y al tener que trabajar incluso a
cambio de salarios irrisorios y humillantes), recuerdo que a los funcionarios
del Ministerio del Trabajo (la casa del trabajo dizque digno y decente, el “ejemplo
por seguir”) les tocó acudir el año pasado a un paro de 42 días para medio
empezar a dignificar los salarios de inspectores y demás funcionarios de otros
niveles mal remunerados, y todavía es la hora que ni la astuta Ministra ni el
dichoso Congreso les han cumplido a los trabajadores de la citada entidad. Lo
que debía empezar en enero quedó pendiente a ver si en marzo, “en pleno ajetreo
electoral”, se puede por fin aprobar, incluyendo los micos propios de las
trapisondas politiqueras que le colgaron al proyecto. Y hay sindicatos torpes e
ilusos que les creen.
Sabemos que nada va a cambiar por más que queramos apoyar a
alguien capaz y honesto que consideremos podría merecerse nuestro voto. A lo
sumo le ayudaríamos a esa persona a mejorar (en forma ostensible, mucho más de
lo ética y comparativamente aceptable) su situación económica. En el utópico
caso de salir electo, ¿qué podría lograr un sujeto así en un escenario como
ese, en el que imperan las oscuras mayorías y las bancadas totalitarias? O se
aísla para preservarse o se corrompe para lo mismo, y cuando más, en el primer
caso, lo veríamos flameando uno que otro discurso televisado para ganar
opinión, a sabiendas de su esterilidad en términos prácticos. Quizá le sirva
para reelegirse más tarde. En todo caso, más grave sería votar para pagar
favores o por pretenderlos. Y mucho peor si se termina votando por aspirantes
de extensa fortuna y con apellidos de esos que han dominado a este país durante
siglos. Verdad de Perogrullo agregar que las mafias electoreras y los
liderazgos barriales que mueven los votos a punta de billete sí que saben hacer
sus cosas, se trata de un malvado sistema que funciona casi a la perfección y
los que tienen con qué aceitarlo van a la fija. Porque no es cualquier cosa lo
que persiguen. Llegar al Congreso y sostenerse en el negocio de lo público
garantiza no solo poder recuperar con creces lo invertido vía reposición de
votos y a través de otras actuaciones non sanctas, sino acumular, además, mayor
riqueza afianzándola en el sector privado.
Así pues, ¿qué hacer entonces? ¿Algún Lenin por aquí?
Digamos, para no ser del todo pesimistas (pesimismo que tal vez sirva, por
fuerza de paradoja, para que la gente reaccione siquiera contra él, mucho más
que si optáramos por predicar ilusorios avances de cultura política y
ciudadana), que por algo se empieza, que habría que intentar llevar al Congreso
a personas con sólidos principios y visiones distintas, que hay valiosas
excepciones, que no votar tampoco conduce a nada…
Solo que el dilema persiste y debe resolverse en función de coherencia
y dignidad. No solo por lo nugatorio de tal propósito en un país que ha viciado
tanto la democracia como el nuestro, sino porque habría que implementar primero
reformas profundas y radicales que reduzcan el poder legislativo a sus justas
proporciones. Votar, en las actuales condiciones, por alguien (por muy bien
intencionado que se muestre) que en caso de ganar legitimará, quiéralo o no, el
vil desequilibrio reinante, me parece (para el caso del voto limpio, libre, autónomo,
de opinión y sin militancias partidistas) estúpido y contradictorio.
A menos que el voto en blanco, de opinión o de castigo nos
depare sorpresas agradables, el 11 de marzo por la noche presenciaremos el sainete
mil veces repetido. El monstruo sabe asegurar su supervivencia, sabe
mimetizarse y renovarse de mentira. Hasta fraguarse oposiciones para impedir
que verdaderas oposiciones puedan pelechar. A estas últimas, si no se las
traga, las neutraliza.
Cuestionable resulta igualmente (y no por las razones ya
manidas de la extrema derecha colombiana, experta en meter miedos baratos para
que nada cambie, así hablen de crisis y de cambios para medio justificarse) que
la cúpula fariana termine
regodeándose en lo mismo, y sin depender en su estreno institucional de
votación alguna. Entiendo por supuesto la dinámica de los procesos políticos y
de solución de conflictos armados como el que aún se vive en Colombia, pero no
habla muy bien de quienes argumentan vías de cambio social significativo el acabar
conformando una corporación desprestigiada y repleta de privilegios, de esos
que, como diría mi padre en un poema memorable, “desbordan al peatón y fertilizan
sus angustias”. Tantos años de lucha, tantos muertos para eso… Inaceptable, y
lo digo desde el corazón de lo perdido.
Respeto y aprecio el valor de algunas candidaturas, sé que es
preferible que en un Congreso como el colombiano existan voces disonantes a que
todos hablen el mismo lenguaje de continuidad y cinismo. El problema es que el
solo hecho de aspirar me parece, como ya lo dije, oprobioso. Son tan
conscientes algunos de ellos de la magnitud injusta y exagerada de los beneficios
que implica, que han prometido desprenderse de unos cuantos en caso de ser
elegidos. Me parece bien. Pero mejor sería no estar en la contienda electoral
ni afincarse en partidos y movimientos de historia dudosa, sospechoso presente
y desesperanzador futuro. Por otra parte, desconsuela también saber que en
listas como la de la decencia hay reconocidas indecencias. Estamos jodidos por
todos lados. Ni derecha. Ni izquierda. Ni los centros que pretenden acercarlas
a través de mañosas coaliciones. Y los pueblos feriando el poder del voto sin remordimiento
y sin escrúpulos.
Las Presidenciales pintan un tanto diferente. Hay algo en el
ambiente que las está moviendo de manera extraña. Habrá que estar muy
pendientes de lo que acontezca de aquí a mayo. De pronto, ¡esta vez sí!,
nuestro voto se necesite y pueda ser determinante.
Por lo pronto, finalizan treinta días por fuera de lo laboral
que he aprovechado para hacerme acompañar de música universal como la del
yarumaleño Carlos Palacio, y de libros como: las conferencias sobre el tango de
Borges, Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas, la trilogía de Escenas de
una vida de provincias de Coetzee, la poesía completa de Pizarnik y el
Otromundo de Gelman, El maestro de esgrima de Arturo Pérez-Reverte, El año de
la muerte de Ricardo Reis de Saramago y Lejos de Roma de Pablo Montoya (que
terminé de leer anoche, ¡tremendo libro!; prosa poética, más que novela, en la
que la mitología, la historia, la poesía, la imaginación, el amor y el
desarraigo se entrelazan bellamente). Días que alcanzaron hasta para empezar a
recorrer La ciudad antigua de Fustel de Coulanges y aproximarme a Los Celtas de
Henri Hubert. Cuatro libros más espero
tener pronto en lista de lectura: El pintor de batallas de Arturo
Pérez-Reverte, Una casa para siempre de Enrique Vila-Matas, Los derrotados de
Pablo Montoya y La lluvia en el desierto de Eduardo García. Difíciles de
conseguir, pero voy tras ellos.
Me excuso por la impertinencia de relucir lo anterior, empleado
solo para preguntar qué sería del mundo sin música y sin libros. Volveré, pues,
a los rigores mal retribuidos del ruido del trabajo, con la esperanza de sacar
tiempo para proseguir la escritura de mis propios libros e intentar publicar
alguno de ellos antes de que se vaya este año que ya cogió carretera.
Tiempo de elecciones. Tiempo de repensar la vida y el país en
que callamos. De atrevernos a sopesar las verdades de un mejor destino, de dejar
atrás un parlamento de sinsabores, de abandonar el absurdo partidismo, de
torcer el curso de una tragedia que se creyó demócrata y republicana. Para que,
en lugar de patria te adoro en mi
silencio mudo y temo profanar tu nombre santo, decir como Ovidio, lejos de
Roma, que la patria es una aldea desolada
sobre la cual gira un viento sin nombre y sin rumbo. Y acunarlo de tan hiriente
forma que sea posible aprender a transformarla.
Me despido. Y por favor: si votan, que, al menos… ¡no sea tan
mal!
FBA