miércoles, 21 de noviembre de 2012


UNA HISTORIA (CUENTO) DE MI AUTORÍA.
SALUDOS,
FBA


EL AIRE DEL AUSENTE

“¡Qué semejante
El viaje del mar al de la muerte,
Al de la eterna vida!”
Juan Ramón Jiménez

Hablar del mar era evocar parte de esa vida infantil que vive el hombre cuando sueña. El mar: su más olvidado tesoro, pasión de zopilotes, trebejo preferido. En el mundillo infernal de su cordura hablaba del mar sin conocerlo, sentía las brisas y las tempestades, oía el murmullo de las olas desde la carretera inolvidable de mangos rojos y melones salados, hasta pensaba que tal vez el sol y el viento habían teñido la tierra de un gris anaranjado. Y le veo subir ahora hasta los teatros del pez borracho bajando la guardia y poniéndole chaquetas a la lluvia, con sombrero de ala ancha de medio lado a lo pedro navaja y juan pachanga daylight. Yo, entre tanto, siguiéndolo, fingiendo comprar periódicos y revistas o sentado en cualquier banco al improviso dizque probando silbidos para dar betún a los zapatos de lona. Caminar en Medellín, repasar sus calles y avenidas, inventar crepúsculos desde la ventana salvaje del apartamento de una amiga en Buenos Aires o mirar la flébil figura de la luna que atraviesa vuestra tasca de saraos desolados, era rutina urbana que alegraba la vida de los doloridos poetas de destinos rusientes. Pero sentía, además, la fragancia y el pavor del mar dormido en la hora del calor, mientras olía el peligro de las esquinas nostálgicas en algún sector de la ciudad. El pez borracho era un sitio impetuoso y fugaz, y él gozaba igualmente del silencio ausente: fúgido y oscuro, vida pequeña, corta estatura, corcovada por un sin fin de espantos lunados. Yo también caminaba sin afán, quería encontrar alguna huella que me confundiera de golpe, camino y vuelvo sobre mi cansancio sintiendo los pasos de trasgo del hombre sol, tenía yo miedo de lamentar la ausencia del silencio. Hablábamos del mar y de la espuma naviera, veíamos el bajel en lontananza y hasta sabíamos la historia del navegante que había leído los versos del corsario encadenado. Una vez escribí un poema playado, y en ocasiones me atreví a decir que el mar no podía ser el camino del alma ni la tierra el del cuerpo… al fin y al cabo deambula en la tierra el alma, desértica y lunática, se adentra en el mar el cuerpo, abiótico y lejano. Medellín servía de pretexto para perdernos; el pez borracho, la canción extática y taciturna, los mediodías ligeros, todo extraño y fraternal. Empero, pienso que puedo esconderme, miro así la soledad y el dolor del mundo y sigo pensando en la angustia de la garúa sólita como si no supiera que de mí depende la tristeza del olvido consciente. Y él, por mi parte, ignoraba adrede que le seguía su rastro con la inseguridad de una estrella de monte, suponiendo, en su doblez, que los hombres derrotados retornan impávidos y más seguros a los locuaces rincones donde se aprende, sin festinación, la muda magia de los fracasos roblizos. Asimismo el mar era el esconce neblinoso donde la vida, astrosa y vengativa, dejaba su huella de amor. Ahí estaba otra vez ese olor a caracol suspendido, sentíamos la misma enigmática soledad que sorprendió a la mujer de la sonrisa vil aquella madrugada de puerto.
–Qué penas puede sentir un extraño que aún no contempla la luz de grillo del sol –decía una mujer–. Sobra tiempo para morir, noche y vida.
Amanecía. Y el horror se apoderaba del hombre.
–Es la mañanica. Detesto la mañanica.
Con todo, la soledad del tiempo es peor; el brillo tornasolado se muestra también intolerable. Ahora hablábamos de la última experiencia sintiendo, en el fondo, un plácido temor ante la oscuridad del pez borracho. De súbito vino hasta nosotros el viento suave y la noche profirió su enorme gruñido de desasosiego. Me gustaban los pies de la puta que atendía la mesa del rincón, unos hermosos silencios de lumia que me atraían desesperadamente. No he podido desprenderme del fetiche fatal que descubre el placer y la belleza en algunos pies de fémina, las uñas pintadas de un color nervioso… qué puedo saber yo, excitado y agobiado por el predominio de un encanto banal que termina desapareciendo de repente, o ante el influjo extraordinario de un oriol de otras verdades de puertos. En seguida nos ocultábamos; éramos capaces de refrenar todo intento de diafanidad, como de alejar de nuestra vida, por instinto de putrefacción, la estupidez humana de querer conocernos plenamente. Solo hablábamos del mar y de la negra Idalia; corríamos sin afán y sin meta por los pastizales y había mucho mar esperándonos, y quedaba mucha guerra en el recuerdo de lo que vendría. Evitábamos ser amigos, pues entendíamos en extremo que los amigos acaban tarde o temprano hablando de los defectos racionales propios de la especie, seres acostumbrados a hacer del mundo un grandioso féretro repleto de buenos y cristianos sentimientos.
Cómo puedes reír mientras llueve –le dije por impulso–. La ciudad es para ti una centella, no un espíritu nublado.
Y mis palabras se perdieron como aletas lisonjeras. Sólo me disgustó una mínima parte de su silencio. En verdad había dicho una nadería, no entendía por qué pero supuse que debió haber sido por la multitud que ahora nos perseguía con escasas posibilidades de huida. La claridad nocturnal era excesiva y transitar por La Playa no era propiamente una diversión afortunada. Fingiendo petar, me disparó:
–Mañana procura no interpretarme mal –Y marchándose, se volteó para accionar de nuevo el gatillo–: Acabarías conociéndome y eso no le conviene a la literatura.
¿A la literatura? Qué extraño, era la clase de palabras que siempre recordaba con desmedida melancolía. Mas qué importaba realmente aquella infeliz coincidencia, lo importante era salir de aquel lugar, volver a escuchar el ruido malsonante y citadino del estro apático. Recordé entonces una tarde de estío que todavía presiento vagarosa. Estaba descansando, creo que en una hamaca azulada que una de mis hermanas había comprado en San Jacinto (poblado famoso por sus finas hamacas, hasta tal punto que en la ciudad de las andorinas sus putidamas parlan de las hamacas sanjacinteras como las únicas que sofocan los calores furtivos de la jodida fidelidad), y sentí de pronto la imperiosidad de levantarme. Fui al cuarto de baño y busqué hasta cansarme el objeto de mi consuelo, esculqué incluso en el recipiente del retrete, vanamente, ansiosamente. Al rato caí en la cuenta de mi error, pero la comprensión me llegó cuando ya había destripado con las manos un enorme banano excrementoso, de manera que tuve tiempo de atisbar tranquilamente aquel poderoso regalo del destino. Destino que me cercaría una y otra vez, detritus que de ahí en adelante estaría muy presente, como un polo a tierra insoslayable. Poco a poco fui captando que por un momento creí ser el jovenzuelo que robaba las bragas de las criadas y las escondía en el baño, dispuesto a disfrutar de esos hedores a hurtadillas, predispuesto a emprender el más largo de los viajes, el más breve de los miedos que la vida reserva para animales capaces de imposibles conquistas. Pero este recuerdo no podía ser más ingrato, sobre todo al percatarme también de que la espesura se levantaba como un obstáculo complicado, ya no tenía la sensación del olvido y en veces me faltaba la luz inaudita y rebelde del silencio que todo lo sabe. Sólo se puede olvidar cuando se aprende a entender, y en mi caso todo era imaginación y sentimiento. Fue entonces cuando decidí conocer el mar; o, mejor dicho, resolví abandonar enteramente la ciudad y sus aspiraciones infestas, quería arrostrar y resistir la grandeza del monstruo vilordo. Pero, ¿dónde vivía el mar? La hesitación me estremeció. Lo único que sabía era hablar de las circunstancias marinas, y todavía no compartía la idea de que el hombre más que conciencia racional y libre es inevitablemente circunstancia. El ego del mar jamás pensé que pudiera ser una tontería, algo tan apacible y quejumbroso.
En el mar me aburrí como se puede aburrir el esputo fantasmagórico de un muerto en un pésimo cuento de terror. Traté de sentir la infatuación corajuda de los habitantes insatisfechos y el espíritu trucho de los poblanos marchitos, quise corregir los defectos estéticos de un paisaje estreñido, y hasta intenté sufrir la desastrosa influencia de los crepúsculos agónicos. En veces, sorprendido por la belleza inextricable de la noche, pude descubrir la causa de la sequedad imprecisa de los nocturnos en el mar, supe que las noctilucas huyeron desde que el hombre buscó en la fosforescencia del mar la tranquilidad necesaria para ahuyentar al fantasma amarillo de la vida terrífica. En los atardeceres visitaba también el médano de las fogatas y los porros, y la noche se entregaba con torpeza al vicio baladí del amor estrellado. A la desesperada practiqué el desastre final de contemplar el mar desde la playa. Muellemente acomodado en un tronco, veía un horizonte desdeñoso al través de un velo de reflejos solares; hacía, además, las mismas caras de infantil tristeza de las personas que van al mar a sincerarse, y creo haber dibujado con una ramita las incontables figuras de un remordimiento crónico y florido. Luego, pensando en las profundidades de los océanos, volví a concentrarme y llegué a entender lo que pasaba en el corazón de aquel monstruo acaparador y traicionero.
Este mar olvidado ha vuelto a estremecerse, perdido dentro de su soberbia no logra sostenerse dentro de mí. Mi soberbia, airosa y lejana, se transforma poco a poco en fatalidad y fervor. Siento que en el fondo hay un problema de felicidad, hay todavía algunos recuerdos incómodos sacados del umbroso corazón donde los días se complican… ¿Debo, pues, reconocer que me he llenado de viento triste? ¿Qué hago todavía en el mar? Es el dolor lo que me retiene, seguramente he visto las mismas imágenes del cuerpo desnudo del joven que de noche caminaba por los patios y traspatios de la casa, y he querido disimular el enfado de la tía Candados al ver a su sobrino favorito regando las rosas y los tulipanes con el producto de su erotomanía. El mar me ha proporcionado una enorme distancia entre la vida y la utilidad de la vida, la muerte es otra mentira del mar para esquivar las razones de los que hacen del mundo una remolienda de sol y soledad. He vivido en una cabaña familiar durante cinco cavilosos años, he aprendido los trucos vitales de los poblanos para defenderme del hambre y de la muerte, aunque sé que la muerte se rasca la barriga porque sabe que el hombre intenta apartarla con necesidades mezquinas de poca monta; ella se rasca la barriga y duerme la siesta en las camas de las mujeres bellas porque puede hacerlo y esto le basta: cómo no aliviar los placeres furtivos si a la muerte le encanta examinar el equilibrio de la sombra a la hora que más duele la vida, hablo del mediodía que me parte en retazos de polvo y ombligos citadinos de estros apáticos!...; veo que la espuma es más fuerte, noventa años de brisas y soles cojos, qué llenura banal y qué silencio misterioso, qué muerte tan glotona y atildada… Me faltan otros cinco años para desubicarme del todo. Hola felicidad, hola tormento rabioso, ola mar que me devoras como si te tragaras la tripa tenue de mi delirio. Hoy estuve despidiéndome y sólo supe que lo hacía cuando me detuve en este camino de troncos para pensar, cosas que pienso y maldigo cuando, al borde del desequilibrio, conspiro y me desvanezco. Siento ya la garganta de mi madre buscando de ocultis mi refugio cantor. Parece ser que las personas no pueden desprenderse de sus objetos de odio tierno ni de los falsos y brutales espejos que provocan la grande ira de la maldita madrugada. Pero yo estoy sin ti y me siento feliz a pesar de que aún llevo puestos algunos andrajos del pasado, cuando uno va entrando en el olvido definitivo –me refiero al olvido inconsciente y limpio, no hablo del mundo… esa sed cadavérica del olvido consciente– el miedo no falta e intenta asirme en vano, tanta fuerza ya no tiene remedio: ¡El miedo no puede contra mi insinceridad arbitraria de ola y pecado! Oh piedras del mar, me deleito hasta abandonarme la piel, tócame ahora y te reventarás peñasco.
Margot es una negra caldosa de pequeñas y redondas tetas, tiene la cara llena de pecas que solo se ven cuando mojo sus mejillas y carrillos con filo de lengua, soporto también sus ojos apagados como sueño de árbol frondoso y hasta sé del aire que circunda su cuerpo moreno y atigrado. No puedo hablar de ella sin temer a la violencia del mar y al espíritu amelonado y musical de las palmeras que, como Margot, son capaces de hacerme sufrir otra alegría. Tendrá acaso veintidós, anda descalza y pisa la tierra siempre sonriendo, y con sincera extrañeza, con ajustado fililí, diciéndome lo mismo pero con diferente sonrisa. Y la música del mar, ay Margot ay Margot. La negra me busca, y ya tiene el rostro desencajado por el desespero. Qué quieres Margot, mírame Margot, yo no tengo cara de estar herido, lo lamento. Pero ella no me cree, dice que esta vez no se trata de traerme el tinto para empelotársele a la noche sin luz. Está bien Margot, tranquila, te escucho agua de panela. Hay un hombre de aspecto brillante que desea verme. Y tú estás muy preocupada, lo sé. Te entiendo. Sí, entiéndame, porque ese hombre está bien muerto. Y cómo dices que viene a verme si está muerto, cómo sabes que ese finado vino en busca mía… Ay señor, usted sí que está mal, ¿acaso una negra necesita explicarlo todo? Pero Margot, tú me dijiste que acá los hombres son charlatanes y jacarandosos, el mar les enseña su sabiduría y es como si les llenara la vida de un dolor infinito y hablador, después, sin concederles tardanza o reparo, los mata por hablar más de la cuenta, por confundir el instinto libidinoso con el saber seco que desconoce el color de la noche insomne. Sí, pero hay un muerto en la playa, y no es de los nuestros. Amanece; la mañana, fría y demasiado quieta, con ese silencio alborotado que me recuerda la noche de los pájaros gritones, la interminable noche de las tempestades, los silbos y grilletes, las sombras pálidas y tenues que pasean sus bridas en la penumbra del mar, donde crecen los árboles y se alarga inútilmente el firmamento. Y de pronto se abre una puerta, aparece de antemano la luz que se anuncia, queda como rescoldo del pasado, brasa inmortal que dignifica el suicidio. ¡Oh, quietud!, ¿y el mar?, cómo olvidar al sufrido, al apacible… Voy hasta la playa, veo que muchos humanos se adelantan gesticulando imposibles. Unos dicen que lo mató el marine misericordioso que sobrevive solitario a la última guerra del recuerdo en una peña fantástica del mar, y cuyo espectro de la vida prefiere la medianoche para oler la muerte y espantar con su sangre a quien trate de amarlo amando la oscuridad esparcida de su peculiar tesoro. Otros, los más sabios, dicen que murió por no saber nadar, y dejan el resto a la lógica crepuscular y caprichosa de un destino que ordinariamente se autoabastece. Me acerco y pienso entonces en Margot, esa negra de cabello negro y ondulado había visto desde antes mi futuro sido. Corro hasta la colina. Pero su casa está lejos. Sólo después de mediodía distingo el rancho de su padre. Voy al grano. Jonás, su hermano mayor, me recibe con ojos cordiales.
–Busco a Margot –le dije mientras miraba el cobertizo donde la familia tenía el escusado para las necesidades urgentes.
Sabía por Margot que el señor Mambla, su papá, había enseñado a sus nueve hijas a orinar y a cagar a campo traviesa, y había dispuesto también que el inodoro se usara únicamente en caso de avería insuperable. La mierda de mujer es el mejor de los abonos, me dice Margot que dice su papaíto. Jonás me miraba alelado, pero su rostro se había descompuesto.
–No está aquí –me dijo con una voz nueva, como si fuese la primera vez que  hablaba–. Búscala acá.
Y se tocó, con finústica morbidez, su desajustada armazón.
Margot estaba bañándose. Supuse que era la hora de sus abluciones, del ritual hedónico que tanto la adoraba. Como antaño, viendo el huraco que forma el sol al estrellarse contra el mar, creí ver a través de la bruma rojiza del horizonte, en el fondo del túnel viviente, el potente final de todos los sueños que alguna vez soñé. Qué pobre vida tienen los sueños. Pero Margot continúa viviendo en los arrecifes y en las calzadas de los farallones, la veo encaramada en el vuelo de las gaviotas, colgada de los maderos superiores de mi casa haciendo y deshaciendo muecas de infantil fatalidad. También veo a mi hermana Martha en el momento preciso en que, como lo he visto en el cinematógrafo, alzaba con ambas manos la faca mortal que acabaría exultante con esta trapisonda que es mi vida, después de matar sin alterarse, y con el rostro pacífico de un muerto piadoso, a los demás miembros de la familia. Tal vez Martha, como en las mejores películas de horror incruento, vio el amanecer en la misma ciudad, y se vio a sí misma con ese andar doliente, corvo y musical, rodeada de gallinas y cerdos que la miraban y se reían a carcajada tendida, dándose de bruces en el desperdicio de la fiesta. Era la fiesta, la gran fiesta de la alegría, el sonar de las voces amarradas de los tiempos, el frenesí de los habitantes limosos de la alcantarilla. El túnel viviente guarda en su cloaca el terror de la existencia, pero ahora que duermo el sueño caliginoso de la muerte veo la vida en el cuerpo palpitante de Margot, ella me basta y me salva de los sueños perfumados que impiden la derrota de la felicidad y el arribo real y silente de lo que no tiene juicio ni límite. Ay Margot, tú no tienes corazón pero tienes color, color de plenitud, canto de escabrosa vida. Desde el rancho de Mambla se ve la alberca donde Margot, escondida tras un muro de cerezos cargados, en el espesor sangriento de una falda, saca el agua con una totuma y se la echa encima, su cuerpo intocado me parece que se estremece como sacudido por la fría tempestad de su incontinente alma de albatros. Margot aguanta también su muy conocido remanso. Por algo tiene las manos húmedas y muy cándida siente el pelo sobre los hombros, hacia los senos, lo mismo que ese cosquilleo profundo de su entraña que la deja briosa, sin entender el motivo viril que se apodera de ella y de su piel de bosque voluptuoso. Ya de noche nos vimos en el pantalán. Pero Margot es leyenda y canción. Palmo a palmo entro en su mal de amor, no está enamoriscada, lo sé por sus ojos groseros y por ese color endrino que ahora la bordea en actitud de furia victoriosa. Y hasta alas tiene esta libélula sin destino, este caballito del diablo de la tierra. Mientras yo trataba de alcanzar a Margot con un correteo difícil, turbulento e inalterable –como me sucede a menudo en cierto sueño que me recuerda la brutalidad de la existencia, porque el recuerdo sólo es posible y probable siempre y cuando que lo inventemos, y en la vida como en la muerte hay que aprender a soñar trágicamente–, Jonás nos miraba desde la ladera de los azulejos y sus ojos turnios eran dos caramelos gigantes y luminosos. Margot, con su aliento de víbora, empezó el final de su juego. Admito su inteligencia si he de entender como tal todo este tiempo perdidoso y tranquilo en que ella figuró y fingió figurar –y esto es un principio de razón envidiable– entre los malabares de la realidad y los apetitos vivificantes de la ausencia. Y lo que más me desconcierta es que el final de su juego era otra pobre ilusión de su desgracia eterna, y ella, a quemarropa, la víctima feliz en un camino marcado por el pesimismo de la fortaleza, domeñado por la fatalidad de dicha. Porque Margot no jugaba. Nada más serio que mentir, sobre todo cuando se tiene –como ella al ensoberbecerse– un motivo contra el mundo. El amor fue su única trampa falsa, lo demás se lo pedía el cuerpo, y quizá por eso revoloteaba silenciosa. Solo que Margot no se quejaba: la belleza se lo impedía. Sabíamos que Jonás era capaz de resistir la fuerza canora del silencio que nos envolvía, pero pronto vendría hasta mí y pondría sus dudas en la órbita fresca que nos separaba, sus ojos acentuaban ya la inexplicable e implacable osadía del hombre decidido. Hice el último intento para atrapar a Margot, y tuve en cuenta la inanidad de la noche. La música del mar se echó a perder por el contacto peligroso con los cueros de su consistencia, la sombra se agudizó.
–Por qué lo mataste, negra.
La noche…; yo, todavía furente, contemplaba su negritud de espina y silencio. La noche estaba negra, muy blanca, y sin vernos nos encontrábamos asombrosamente prietos en el aire. Margot callaba. Y seguía callando y mirando, al igual que Jonás, con esos ojos felices y abiertos de la insania, con esos ojos huidizos de noctiluca, su confín en el mar, esa línea asesina que se traga, nerviosa, la belleza. Margot era, a postre, una mujer común, corriente como hiel y fragua, y eso la hacía diferente. Con dificultad me contesta.
–Tuve que hacerlo. Y ten cuidado, conviene no decir nada distinto de esta verdad de mi vida y mi noche.
–¿Qué verdad? –le repliqué ya sosegado–. ¿La noche? ¡Por Dios!, no te metas con ella.
Pero Margot no me entendía. Es inútil asomar estos codazos de realismo cuando la felicidad nos absorbe.
–En el mar no se pueden crear dubitaciones en derredor de su ser, bien acudiendo a la conciencia o a la razón, bien tomando el instinto afirmativo del arte para sostener como Sófocles que Esquilo hacía lo correcto inconscientemente.
Entonces sí me asusté. Fui acercándome lentamente pero mis ojos ya estaban puestos en la muerte que acechaba, en el pegajoso movimiento de labios que Margot lucía con todo el condimento desaforado de la inercia. Entré en su boca como buscando un refugio tardío contra la desolación. Y ella seguía hablando de la necesidad de vivir la réplica sin miramientos y sin sorpresas de mal gusto, del amor rotundo con bullas doblegadas. Cuando volví a mirarla, Jonás estaba junto a ella y había empezado soterradamente a desvestirse, mientras Margot, rutilante y perfecta, se quitaba de encima su último suspiro.    
Hablar del mar era evocar parte de esa vida infantil que vive el hombre cuando sueña. La mar… su más recordado tesoro, extinta pasión, juguete aborrecido. En el mundillo celestial de su finura hablaba todavía del mar sin entenderlo. Y le veo subir con taciturna gloria hacia los anfiteatros del pez borracho, blindado con antiguos secretos, destapándose en lugares sospechados, fundiéndose sin misterio con la lluvia. Yo, entre tanto, siguiéndolo con la torpe cautela de los años, fingiendo dominar cigarros inconcusos, sorteando la madurez del estupendo amparo. Caminar otra vez en Medellín, recorrer El Palo con versos efables, libros publicados, sueños en estado cataléptico. Clase de 6 a.m., calle 50, Edificio Copal, El jurídico que nunca visitaron, aquella facultad de monasterio, era rutina urbana donde despuntaba la vida de los doloridos poetas de destinos rusientes.
Volver a Medellín y ver la misma sombra amarga en plazas y tabernas, los mismos discutidores del Parque de Bolívar hoy con más volumen y menos tolerancia, Idalia y Margot, dos negras inmensas aún martillándome por dentro, precisándome sexuales florituras, literatura audaz, impotencia que brega, religiones que se devoran unas a otras, el pobre transeúnte regañado por apóstoles del vicio, pastores de nunca acabar, un Festival de Poesía más cargado de show que de poesía, saber que todo este tiempo ha transcurrido sin que Martín y Alejandra se hubieran conocido, mi oficio de escritor oxigenándose de fracaso en fracaso, buen síntoma sin duda, dos o tres premios en extremo dañosos, y saber también que no hay mejor lugar para vivir, gústenos o no, que aquél donde la muerte ha resistido.                
Entré a su oficina de abogado exitoso, ubicada en pleno centro de la ciudad. Ahora comprendía mejor la inutilidad de aquella indiferencia, esos amagos de amistad y luego el descalabro, contar que existió un muchacho que se escondía de tanta insidiosa crueldad, que huía sin disimulos con tal de ponerse a salvo, un personaje, Jorge a secas, en letras de molde, ayudando a sobrellevar el ruido triste de los días ufanos.     
–El soberano del tiempo… –Se oyó su voz con menos impostura.    
–Maestro…
Lo fue. Y él, y yo, amigos de amistad incompleta, juventud divino tesoro ya te vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer, sin tiempo ya para abrigar contusiones, despojada el alma de estrambóticas risas, cínicas y falaces, aliviado el espíritu de serias ironías, y entonces, pese a todo, conversar como si nada se hubiera transformado, un café, cero licor, otro café, dando vueltas y vueltas por los nichos infames, las iglesias que Fernando Vallejo frecuentó deseoso de esterilizarlo todo, no obstante admitir, irreverentemente sentir, que esos mozuelos y suculentos sicarios solo pueden ser hechos en esta Colombia de amplios y puntiagudos contrastes, el bodrio, el estrellato, como si Darío y Ramón de Campoamor siguieran intactos, yo exterminando otra vez en sus palabras a la tía abuela con la que vivió el silencio, Quasimodo y Silva recitados de memoria por esa viejita confiable, remordimiento que prosigue insepulto, triunfo económico engordando a profesionales lombrices, miserias de siempre, tan humanas y díscolas, desenlaces de siempre, tan hediondos y bellos, cachorros que pensaron juntos el porvenir del miedo, y la muerte acercándose, naturalmente afirmada, días ya no tan extraños en que, por estupidez de conservación, la alejan de la fiesta, peligrosas esquinas donde continúa destemplándose el destiempo, bares de mariquitas con más hombrecitos que se suman a la causa, bohemia disfrazada, aguacero de males infinitos, y él, cerveza en mano, rompiendo en llanto, quitándose la máscara, y yo, mar hecho añicos, sintiendo más que nunca el citadino odio, sonriéndole sin ganas a la enorme distancia del sufrir.       
Y otra vez partir a la natal discordia, Sócrates y el Cristo recibiendo de su parte el penúltimo desvelo, letras ácidas y manuscritas que quedaron inmortalizadas en cuadernos terribles, litoral fresco, por fin una voz enemiga, ribera sordomuda para revivir el tiempo de la ausencia, el aire del ausente cantando a los cuatro vientos la caricia fatal, año tras año recibiendo una llamada puntual de cumpleaños, y decir que en medio de tanta droga y tanto disparate Medallo es como un cielo, donde el amor y el desamor pasean nauseabundos, donde hay ombligos que reproducen el tedio, la esclavitud del corazón se ensaña satisfecha, va formando residuos de pesadas alburas, pienso en descendientes nuestros que repiten la historia (cómo sobreviven tan fácil y gustosamente es algo insoportable), musgos del más allá, aire del ausente, aire impuro vaya a donde vaya, personalísima forma de llevar a cabo el plan del universo, unos ganan, otros pierden, pertenezco canallescamente a los segundos. Río de la infancia, cómo es posible que permanezcas anclado a esta existencia inconveniente, ¡oh, mar eterno!, ponto de dunas miserables, cuánta claridad fastidiosa te atreves hoy a prodigarme.                      
Este mar olvidado ha vuelto a estremecerse, confía en la magnitud de su trivial belleza y con quebrantos sin sal pretende que vuelva a su lamento, sale de su boca una lenta sinfonía que me llora. Pero, qué puede prometer un hombre liberado de abúlicas tristezas, qué tercas melancolías podrían compensarlo, cuáles angustias sempiternas tendrían que prenderse… Nostalgias maltrechas perecen en los cercanos ruidos, no más silencios, busco el todo que la nada deshizo. Siento que hay en la superficie mucho más que un problema de felicidad, persisten instantes cómodos, aunque intranquilos, que reverdecen en el sitiado corazón cuando las tardes se complican. ¿Me he llenado acaso de viento alegre? No sé si el mar resista ahora la pulcritud de mi canto despejado, hay brisas ajenas que de seguro se acercan portando realidades, tocan sus cuerdas, por obra de un temprano destierro, la fidelidad de un acuoso y sin igual reclamo. Y él, en su templo normativo, azotado por la vejez y la mortaja, y yo, avisado e insólito, ¿qué culpa tengo por último de ser infelizmente feliz?
Nado hasta desaparecer y voy escribiendo, con piernas y brazos, a fuerza de tanto errar y en pírrica flagrancia, un impensado sermón de DULCE VIDA: Camina. Si puedes todavía cantar, hazlo, recréate mientras se te pudre el coro en alguna parte del recuerdo. Grita y mira a tu alrededor por si las moscas, apéate de la conciencia y créete liberado. Engáñate, no hay nada mejor contra el destino. Nadie te escucha. Aprovecha esa minúscula suerte para marcharte lejos, mira de vez en cuando el mar, observa cómo sus olas se van aproximando a tu silencio, toman cuerpo, murmuran, traen recados que se disuelven al pie de tu nostalgia. Desea entonces que tus sueños no se cumplan, dilo varias veces, que mis sueños no se cumplan, que mis sueños no se cumplan, y cuando te sientas al borde de la felicidad dispárate, vuélvete ilusión, llénate de antiguas dolencias. Sabrás que es tiempo de regresar, así que abre la puerta, salúdate y pídele perdón al asesino. Camina. Si puedes todavía cantar, hazlo, el mar siempre te espera, conoce cada una de tus complicadas noches, ha amanecido frente al agujero donde dormitas, guarda un atardecer especial para cada muerto triste que atrapa en sus orillas. Todo rencor tiene su playa. No te mueras, busca el ruido, síguelo, acósalo, el ruido te dará la eternidad.
No hay entonces tiempo que perder, busco también lo que quedó de Margot treinta años después de aquella pálida esperanza, indago, entre astuto y febril, por los ojos torcidos de su hermano, por la blancura sangrante de la negra, alguien de esa lejana pesadilla habrá sobrevivido, no pudo haber sido tan solo un trágico deseo, ficción pura, grumos de ilusión para escapar de la verdadera pesadilla. ¿O sí?      
–Una negra que era como un crestón de sentimientos…  
–Ah, Margot, Margot, hay una Margot que vive con sus siete hijos en el cocotal de la ensenada. La mujer de Salvador, el que juega béisbol en el playón de San Antero y cuida la cabaña que era de doña Martha…                    
–No sé, a lo mejor –respondo pensativo y a sabiendas de que tal verdad podría evaporarme.
–Debe ser ella –agrego con festivo drama.             
A estas alturas del abadejo no importaba lo uno ni lo otro. Llover sobre mojado no dejará de ser una maravillosa opción.                
–Debe ser ella –repito con sonora calma–. ¿Por dónde cojo? 
Treinta años después de un tiempo que se fue, de un tiempo que, por certero y confuso, siempre volverá.




(al doctor Fabio Aristizábal Vélez)




Montería-Sahagún
Córdoba (Colombia), julio de 2011
Versión inicial: Medellín, 25 de septiembre de 1984 (martes)




***













                                 

lunes, 5 de noviembre de 2012


GRACIAS “UNA ESTRELLA, UNA GUITARRA” POR PERMITIRME VIVIR TUS EMOCIONES Y AVENTURAS EN LA SABANERA TARIMA DE CHINÚ. NO ESTUVISTE ENTRE LAS TRES CANCIONES PREMIADAS PERO TE MOSTRASTE, EN BUENA LID, QUEDANDO ENTRE LOS CINCO MEJORES PUNTAJES DEL CERTAMEN. ALLÁ AQUELLOS JUECES QUE TE DESMEJORARON AL FINAL SIN COMPRENDERTE, SIN ATREVERSE A AUSCULTAR EL LATIDO DE TU VOZ, SIN DETECTAR LA CALIDEZ LEJANA DE TUS BRISAS, SIN DANZAR EN LA MELODIOSA VERDAD DE TU HORIZONTE. QUIZÁ TENGA MUCHA RAZÓN EL ÁNGEL AMIGO QUE TE ADVIRTIÓ SOBRE EGOS, VICIOS Y VELEIDADES DEL FESTIVALISMO COMERCIAL; QUIZÁ DEBAS APRENDER DEL CANTO HERMANO QUE IMPLORÓ EXAMINADORES Y ESPECTADORES QUE HABITEN EN LO EXISTENCIAL. GRACIAS, EN TODO CASO, POR ESA UTOPÍA DE LAS GRANDES CAUSAS, POR TU SINÚ INFALTABLE, POR SER DIFERENTE Y AGUERRIDA, POR ESTRELLARTE Y ESTRELLARME CONTRA LA DESCOMUNAL VISIÓN DE OTRO UNIVERSO.


FBA