UNA
HISTORIA (CUENTO) DE MI AUTORÍA.
SALUDOS,
FBA
EL
AIRE DEL AUSENTE
“¡Qué semejante
El viaje del mar
al de la muerte,
Al de la eterna
vida!”
Juan Ramón
Jiménez
Hablar del mar
era evocar parte de esa vida infantil que vive el hombre cuando sueña. El mar:
su más olvidado tesoro, pasión de zopilotes, trebejo preferido. En el mundillo
infernal de su cordura hablaba del mar sin conocerlo, sentía las brisas y las tempestades,
oía el murmullo de las olas desde la carretera inolvidable de mangos rojos y
melones salados, hasta pensaba que tal vez el sol y el viento habían teñido la
tierra de un gris anaranjado. Y le veo subir ahora hasta los teatros del pez
borracho bajando la guardia y poniéndole chaquetas a la lluvia, con sombrero de
ala ancha de medio lado a lo pedro navaja y juan pachanga daylight. Yo, entre tanto, siguiéndolo, fingiendo comprar
periódicos y revistas o sentado en cualquier banco al improviso dizque probando
silbidos para dar betún a los zapatos de lona. Caminar en Medellín, repasar sus
calles y avenidas, inventar crepúsculos desde la ventana salvaje del apartamento
de una amiga en Buenos Aires o mirar
la flébil figura de la luna que atraviesa vuestra tasca de saraos desolados,
era rutina urbana que alegraba la vida de los doloridos poetas de destinos
rusientes. Pero sentía, además, la fragancia y el pavor del mar dormido en la
hora del calor, mientras olía el peligro de las esquinas nostálgicas en algún
sector de la ciudad. El pez borracho era un sitio impetuoso y fugaz, y él
gozaba igualmente del silencio ausente: fúgido y oscuro, vida pequeña, corta estatura,
corcovada por un sin fin de espantos
lunados. Yo también caminaba sin afán, quería encontrar alguna huella que me
confundiera de golpe, camino y vuelvo sobre mi cansancio sintiendo los pasos de
trasgo del hombre sol, tenía yo miedo de lamentar la ausencia del silencio.
Hablábamos del mar y de la espuma naviera, veíamos el bajel en lontananza y
hasta sabíamos la historia del navegante que había leído los versos del
corsario encadenado. Una vez escribí un poema playado, y en ocasiones me atreví
a decir que el mar no podía ser el camino del alma ni la tierra el del cuerpo…
al fin y al cabo deambula en la tierra el alma, desértica y lunática, se adentra
en el mar el cuerpo, abiótico y lejano. Medellín servía de pretexto para
perdernos; el pez borracho, la canción extática y taciturna, los mediodías
ligeros, todo extraño y fraternal. Empero, pienso que puedo esconderme, miro
así la soledad y el dolor del mundo y sigo pensando en la angustia de la garúa
sólita como si no supiera que de mí depende la tristeza del olvido consciente.
Y él, por mi parte, ignoraba adrede que le seguía su rastro con la inseguridad
de una estrella de monte, suponiendo, en su doblez, que los hombres derrotados
retornan impávidos y más seguros a los locuaces rincones donde se aprende, sin
festinación, la muda magia de los fracasos roblizos. Asimismo el mar era el
esconce neblinoso donde la vida, astrosa y vengativa, dejaba su huella de amor.
Ahí estaba otra vez ese olor a caracol suspendido, sentíamos la misma
enigmática soledad que sorprendió a la mujer de la sonrisa vil aquella
madrugada de puerto.
–Qué penas puede
sentir un extraño que aún no contempla la luz de grillo del sol –decía una
mujer–. Sobra tiempo para morir, noche y vida.
Amanecía. Y el
horror se apoderaba del hombre.
–Es la mañanica.
Detesto la mañanica.
Con todo, la
soledad del tiempo es peor; el brillo tornasolado se muestra también intolerable.
Ahora hablábamos de la última experiencia sintiendo, en el fondo, un plácido temor
ante la oscuridad del pez borracho. De súbito vino hasta nosotros el viento
suave y la noche profirió su enorme gruñido de desasosiego. Me gustaban los
pies de la puta que atendía la mesa del rincón, unos hermosos silencios de
lumia que me atraían desesperadamente. No he podido desprenderme del fetiche
fatal que descubre el placer y la belleza en algunos pies de fémina, las uñas
pintadas de un color nervioso… qué puedo saber yo, excitado y agobiado por el predominio
de un encanto banal que termina desapareciendo de repente, o ante el influjo
extraordinario de un oriol de otras verdades de puertos. En seguida nos
ocultábamos; éramos capaces de refrenar todo intento de diafanidad, como de alejar
de nuestra vida, por instinto de putrefacción, la estupidez humana de querer
conocernos plenamente. Solo hablábamos del mar y de la negra Idalia; corríamos
sin afán y sin meta por los pastizales y había mucho mar esperándonos, y
quedaba mucha guerra en el recuerdo de lo que vendría. Evitábamos ser amigos, pues
entendíamos en extremo que los amigos acaban tarde o temprano hablando de los
defectos racionales propios de la especie, seres acostumbrados a hacer del
mundo un grandioso féretro repleto de buenos y cristianos sentimientos.
Cómo puedes reír
mientras llueve –le dije por impulso–. La ciudad es para ti una centella, no un
espíritu nublado.
Y mis palabras
se perdieron como aletas lisonjeras. Sólo me disgustó una mínima parte de su
silencio. En verdad había dicho una nadería, no entendía por qué pero supuse
que debió haber sido por la multitud que ahora nos perseguía con escasas
posibilidades de huida. La claridad nocturnal era excesiva y transitar por La Playa no era propiamente una
diversión afortunada. Fingiendo petar, me disparó:
–Mañana procura
no interpretarme mal –Y marchándose, se volteó para accionar de nuevo el
gatillo–: Acabarías conociéndome y eso no le conviene a la literatura.
¿A la
literatura? Qué extraño, era la clase de palabras que siempre recordaba con
desmedida melancolía. Mas qué importaba realmente aquella infeliz coincidencia,
lo importante era salir de aquel lugar, volver a escuchar el ruido malsonante y
citadino del estro apático. Recordé entonces una tarde de estío que todavía
presiento vagarosa. Estaba descansando, creo que en una hamaca azulada que una
de mis hermanas había comprado en San Jacinto (poblado famoso por sus finas
hamacas, hasta tal punto que en la ciudad de las andorinas sus putidamas parlan de las hamacas sanjacinteras
como las únicas que sofocan los calores furtivos de la jodida fidelidad), y sentí
de pronto la imperiosidad de levantarme. Fui al cuarto de baño y busqué hasta
cansarme el objeto de mi consuelo, esculqué incluso en el recipiente del
retrete, vanamente, ansiosamente. Al rato caí en la cuenta de mi error, pero la
comprensión me llegó cuando ya había destripado con las manos un enorme banano
excrementoso, de manera que tuve tiempo de atisbar tranquilamente aquel poderoso
regalo del destino. Destino que me cercaría una y otra vez, detritus que de ahí
en adelante estaría muy presente, como un polo a tierra insoslayable. Poco a
poco fui captando que por un momento creí ser el jovenzuelo que robaba las
bragas de las criadas y las escondía en el baño, dispuesto a disfrutar de esos hedores
a hurtadillas, predispuesto a emprender el más largo de los viajes, el más
breve de los miedos que la vida reserva para animales capaces de imposibles
conquistas. Pero este recuerdo no podía ser más ingrato, sobre todo al
percatarme también de que la espesura se levantaba como un obstáculo
complicado, ya no tenía la sensación del olvido y en veces me faltaba la luz
inaudita y rebelde del silencio que todo lo sabe. Sólo se puede olvidar cuando
se aprende a entender, y en mi caso todo era imaginación y sentimiento. Fue
entonces cuando decidí conocer el mar; o, mejor dicho, resolví abandonar
enteramente la ciudad y sus aspiraciones infestas, quería arrostrar y resistir
la grandeza del monstruo vilordo. Pero, ¿dónde vivía el mar? La hesitación me
estremeció. Lo único que sabía era hablar de las circunstancias marinas, y
todavía no compartía la idea de que el hombre más que conciencia racional y
libre es inevitablemente circunstancia. El ego del mar jamás pensé que pudiera
ser una tontería, algo tan apacible y quejumbroso.
En el mar me
aburrí como se puede aburrir el esputo fantasmagórico de un muerto en un pésimo
cuento de terror. Traté de sentir la infatuación corajuda de los habitantes
insatisfechos y el espíritu trucho de los poblanos marchitos, quise corregir
los defectos estéticos de un paisaje estreñido, y hasta intenté sufrir la
desastrosa influencia de los crepúsculos agónicos. En veces, sorprendido por la
belleza inextricable de la noche, pude descubrir la causa de la sequedad
imprecisa de los nocturnos en el mar, supe que las noctilucas huyeron desde que
el hombre buscó en la fosforescencia del mar la tranquilidad necesaria para
ahuyentar al fantasma amarillo de la vida terrífica. En los atardeceres
visitaba también el médano de las fogatas y los porros, y la noche se entregaba
con torpeza al vicio baladí del amor estrellado. A la desesperada practiqué el
desastre final de contemplar el mar desde la playa. Muellemente acomodado en un
tronco, veía un horizonte desdeñoso al través de un velo de reflejos solares;
hacía, además, las mismas caras de infantil tristeza de las personas que van al
mar a sincerarse, y creo haber dibujado con una ramita las incontables figuras
de un remordimiento crónico y florido. Luego, pensando en las profundidades de
los océanos, volví a concentrarme y llegué a entender lo que pasaba en el
corazón de aquel monstruo acaparador y traicionero.
Este mar
olvidado ha vuelto a estremecerse, perdido dentro de su soberbia no logra
sostenerse dentro de mí. Mi soberbia, airosa y lejana, se transforma poco a
poco en fatalidad y fervor. Siento que en el fondo hay un problema de
felicidad, hay todavía algunos recuerdos incómodos sacados del umbroso corazón
donde los días se complican… ¿Debo, pues, reconocer que me he llenado de viento
triste? ¿Qué hago todavía en el mar? Es el dolor lo que me retiene, seguramente
he visto las mismas imágenes del cuerpo desnudo del joven que de noche caminaba
por los patios y traspatios de la casa, y he querido disimular el enfado de la
tía Candados al ver a su sobrino favorito regando las rosas y los tulipanes con
el producto de su erotomanía. El mar me ha proporcionado una enorme distancia
entre la vida y la utilidad de la vida, la muerte es otra mentira del mar para
esquivar las razones de los que hacen del mundo una remolienda de sol y
soledad. He vivido en una cabaña familiar durante cinco cavilosos años, he
aprendido los trucos vitales de los poblanos para defenderme del hambre y de la
muerte, aunque sé que la muerte se rasca la barriga porque sabe que el hombre
intenta apartarla con necesidades mezquinas de poca monta; ella se rasca la
barriga y duerme la siesta en las camas de las mujeres bellas porque puede
hacerlo y esto le basta: cómo no aliviar los placeres furtivos si a la muerte
le encanta examinar el equilibrio de la sombra a la hora que más duele la vida,
hablo del mediodía que me parte en retazos de polvo y ombligos citadinos de
estros apáticos!...; veo que la espuma es más fuerte, noventa años de brisas y
soles cojos, qué llenura banal y qué silencio misterioso, qué muerte tan glotona
y atildada… Me faltan otros cinco años para desubicarme del todo. Hola
felicidad, hola tormento rabioso, ola mar que me devoras como si te tragaras la
tripa tenue de mi delirio. Hoy estuve despidiéndome y sólo supe que lo hacía
cuando me detuve en este camino de troncos para pensar, cosas que pienso y maldigo
cuando, al borde del desequilibrio, conspiro y me desvanezco. Siento ya la
garganta de mi madre buscando de ocultis mi refugio cantor. Parece ser que las
personas no pueden desprenderse de sus objetos de odio tierno ni de los falsos
y brutales espejos que provocan la grande ira de la maldita madrugada. Pero yo
estoy sin ti y me siento feliz a pesar de que aún llevo puestos algunos
andrajos del pasado, cuando uno va entrando en el olvido definitivo –me refiero
al olvido inconsciente y limpio, no hablo del mundo… esa sed cadavérica del
olvido consciente– el miedo no falta e intenta asirme en vano, tanta fuerza ya
no tiene remedio: ¡El miedo no puede contra mi insinceridad arbitraria de ola y
pecado! Oh piedras del mar, me deleito hasta abandonarme la piel, tócame ahora
y te reventarás peñasco.
Margot es una
negra caldosa de pequeñas y redondas tetas, tiene la cara llena de pecas que solo
se ven cuando mojo sus mejillas y carrillos con filo de lengua, soporto también
sus ojos apagados como sueño de árbol frondoso y hasta sé del aire que circunda
su cuerpo moreno y atigrado. No puedo hablar de ella sin temer a la violencia
del mar y al espíritu amelonado y musical de las palmeras que, como Margot, son
capaces de hacerme sufrir otra alegría. Tendrá acaso veintidós, anda descalza y
pisa la tierra siempre sonriendo, y con sincera extrañeza, con ajustado fililí,
diciéndome lo mismo pero con diferente sonrisa. Y la música del mar, ay Margot
ay Margot. La negra me busca, y ya tiene el rostro desencajado por el
desespero. Qué quieres Margot, mírame Margot, yo no tengo cara de estar herido,
lo lamento. Pero ella no me cree, dice que esta vez no se trata de traerme el
tinto para empelotársele a la noche sin luz. Está bien Margot, tranquila, te
escucho agua de panela. Hay un hombre de aspecto brillante que desea verme. Y
tú estás muy preocupada, lo sé. Te entiendo. Sí, entiéndame, porque ese hombre
está bien muerto. Y cómo dices que viene a verme si está muerto, cómo sabes que
ese finado vino en busca mía… Ay señor, usted sí que está mal, ¿acaso una negra
necesita explicarlo todo? Pero Margot, tú me dijiste que acá los hombres son
charlatanes y jacarandosos, el mar les enseña su sabiduría y es como si les
llenara la vida de un dolor infinito y hablador, después, sin concederles
tardanza o reparo, los mata por hablar más de la cuenta, por confundir el
instinto libidinoso con el saber seco que desconoce el color de la noche
insomne. Sí, pero hay un muerto en la playa, y no es de los nuestros. Amanece;
la mañana, fría y demasiado quieta, con ese silencio alborotado que me recuerda
la noche de los pájaros gritones, la interminable noche de las tempestades, los
silbos y grilletes, las sombras pálidas y tenues que pasean sus bridas en la
penumbra del mar, donde crecen los árboles y se alarga inútilmente el
firmamento. Y de pronto se abre una puerta, aparece de antemano la luz que se
anuncia, queda como rescoldo del pasado, brasa inmortal que dignifica el
suicidio. ¡Oh, quietud!, ¿y el mar?, cómo olvidar al sufrido, al apacible… Voy
hasta la playa, veo que muchos humanos se adelantan gesticulando imposibles.
Unos dicen que lo mató el marine misericordioso que sobrevive solitario a la
última guerra del recuerdo en una peña fantástica del mar, y cuyo espectro de
la vida prefiere la medianoche para oler la muerte y espantar con su sangre a
quien trate de amarlo amando la oscuridad esparcida de su peculiar tesoro.
Otros, los más sabios, dicen que murió por no saber nadar, y dejan el resto a
la lógica crepuscular y caprichosa de un destino que ordinariamente se
autoabastece. Me acerco y pienso entonces en Margot, esa negra de cabello negro
y ondulado había visto desde antes mi futuro sido. Corro hasta la colina. Pero
su casa está lejos. Sólo después de mediodía distingo el rancho de su padre.
Voy al grano. Jonás, su hermano mayor, me recibe con ojos cordiales.
–Busco a Margot
–le dije mientras miraba el cobertizo donde la familia tenía el escusado para
las necesidades urgentes.
Sabía por Margot
que el señor Mambla, su papá, había enseñado a sus nueve hijas a orinar y a
cagar a campo traviesa, y había dispuesto también que el inodoro se usara
únicamente en caso de avería insuperable. La mierda de mujer es el mejor de los
abonos, me dice Margot que dice su papaíto. Jonás me miraba alelado, pero su
rostro se había descompuesto.
–No está aquí
–me dijo con una voz nueva, como si fuese la primera vez que hablaba–. Búscala acá.
Y se tocó, con finústica
morbidez, su desajustada armazón.
Margot estaba
bañándose. Supuse que era la hora de sus abluciones, del ritual hedónico que
tanto la adoraba. Como antaño, viendo el huraco que forma el sol al estrellarse
contra el mar, creí ver a través de la bruma rojiza del horizonte, en el fondo
del túnel viviente, el potente final de todos los sueños que alguna vez soñé.
Qué pobre vida tienen los sueños. Pero Margot continúa viviendo en los
arrecifes y en las calzadas de los farallones, la veo encaramada en el vuelo de
las gaviotas, colgada de los maderos superiores de mi casa haciendo y deshaciendo
muecas de infantil fatalidad. También veo a mi hermana Martha en el momento
preciso en que, como lo he visto en el cinematógrafo, alzaba con ambas manos la
faca mortal que acabaría exultante con esta trapisonda que es mi vida, después
de matar sin alterarse, y con el rostro pacífico de un muerto piadoso, a los
demás miembros de la familia. Tal vez Martha, como en las mejores películas de
horror incruento, vio el amanecer en la misma ciudad, y se vio a sí misma con
ese andar doliente, corvo y musical, rodeada de gallinas y cerdos que la
miraban y se reían a carcajada tendida, dándose de bruces en el desperdicio de la
fiesta. Era la fiesta, la gran fiesta de la alegría, el sonar de las voces
amarradas de los tiempos, el frenesí de los habitantes limosos de la
alcantarilla. El túnel viviente guarda en su cloaca el terror de la existencia,
pero ahora que duermo el sueño caliginoso de la muerte veo la vida en el cuerpo
palpitante de Margot, ella me basta y me salva de los sueños perfumados que
impiden la derrota de la felicidad y el arribo real y silente de lo que no
tiene juicio ni límite. Ay Margot, tú no tienes corazón pero tienes color, color
de plenitud, canto de escabrosa vida. Desde el rancho de Mambla se ve la
alberca donde Margot, escondida tras un muro de cerezos cargados, en el espesor
sangriento de una falda, saca el agua con una totuma y se la echa encima, su cuerpo
intocado me parece que se estremece como sacudido por la fría tempestad de su
incontinente alma de albatros. Margot aguanta también su muy conocido remanso.
Por algo tiene las manos húmedas y muy cándida siente el pelo sobre los hombros,
hacia los senos, lo mismo que ese cosquilleo profundo de su entraña que la deja
briosa, sin entender el motivo viril que se apodera de ella y de su piel de
bosque voluptuoso. Ya de noche nos vimos en el pantalán. Pero Margot es leyenda
y canción. Palmo a palmo entro en su mal de amor, no está enamoriscada, lo sé
por sus ojos groseros y por ese color endrino que ahora la bordea en actitud de
furia victoriosa. Y hasta alas tiene esta libélula sin destino, este caballito
del diablo de la tierra. Mientras yo trataba de alcanzar a Margot con un
correteo difícil, turbulento e inalterable –como me sucede a menudo en cierto
sueño que me recuerda la brutalidad de la existencia, porque el recuerdo sólo
es posible y probable siempre y cuando que lo inventemos, y en la vida como en
la muerte hay que aprender a soñar trágicamente–, Jonás nos miraba desde la
ladera de los azulejos y sus ojos turnios eran dos caramelos gigantes y
luminosos. Margot, con su aliento de víbora, empezó el final de su juego.
Admito su inteligencia si he de entender como tal todo este tiempo perdidoso y
tranquilo en que ella figuró y fingió figurar –y esto es un principio de razón
envidiable– entre los malabares de la realidad y los apetitos vivificantes de
la ausencia. Y lo que más me desconcierta es que el final de su juego era otra
pobre ilusión de su desgracia eterna, y ella, a quemarropa, la víctima feliz en
un camino marcado por el pesimismo de la fortaleza, domeñado por la fatalidad
de dicha. Porque Margot no jugaba. Nada más serio que mentir, sobre todo cuando
se tiene –como ella al ensoberbecerse– un motivo contra el mundo. El amor fue
su única trampa falsa, lo demás se lo pedía el cuerpo, y quizá por eso
revoloteaba silenciosa. Solo que Margot no se quejaba: la belleza se lo
impedía. Sabíamos que Jonás era capaz de resistir la fuerza canora del silencio
que nos envolvía, pero pronto vendría hasta mí y pondría sus dudas en la órbita
fresca que nos separaba, sus ojos acentuaban ya la inexplicable e implacable
osadía del hombre decidido. Hice el último intento para atrapar a Margot, y
tuve en cuenta la inanidad de la noche. La música del mar se echó a perder por
el contacto peligroso con los cueros de su consistencia, la sombra se agudizó.
–Por qué lo
mataste, negra.
La noche…; yo,
todavía furente, contemplaba su negritud de espina y silencio. La noche estaba
negra, muy blanca, y sin vernos nos encontrábamos asombrosamente prietos en el
aire. Margot callaba. Y seguía callando y mirando, al igual que Jonás, con esos
ojos felices y abiertos de la insania, con esos ojos huidizos de noctiluca, su
confín en el mar, esa línea asesina que se traga, nerviosa, la belleza. Margot
era, a postre, una mujer común, corriente como hiel y fragua, y eso la hacía
diferente. Con dificultad me contesta.
–Tuve que
hacerlo. Y ten cuidado, conviene no decir nada distinto de esta verdad de mi
vida y mi noche.
–¿Qué
verdad? –le repliqué ya sosegado–. ¿La noche? ¡Por Dios!, no te metas con ella.
Pero Margot no
me entendía. Es inútil asomar estos codazos de realismo cuando la felicidad nos
absorbe.
–En el mar no se
pueden crear dubitaciones en derredor de su ser, bien acudiendo a la conciencia
o a la razón, bien tomando el instinto afirmativo del arte para sostener como
Sófocles que Esquilo hacía lo correcto inconscientemente.
Entonces sí me
asusté. Fui acercándome lentamente pero mis ojos ya estaban puestos en la
muerte que acechaba, en el pegajoso movimiento de labios que Margot lucía con
todo el condimento desaforado de la inercia. Entré en su boca como buscando un
refugio tardío contra la desolación. Y ella seguía hablando de la necesidad de
vivir la réplica sin miramientos y sin sorpresas de mal gusto, del amor rotundo
con bullas doblegadas. Cuando volví a mirarla, Jonás estaba junto a ella y
había empezado soterradamente a desvestirse, mientras Margot, rutilante y perfecta,
se quitaba de encima su último suspiro.
Hablar del mar
era evocar parte de esa vida infantil que vive el hombre cuando sueña. La mar…
su más recordado tesoro, extinta pasión, juguete aborrecido. En el mundillo
celestial de su finura hablaba todavía del mar sin entenderlo. Y le veo subir con
taciturna gloria hacia los anfiteatros del pez borracho, blindado con antiguos
secretos, destapándose en lugares sospechados, fundiéndose sin misterio con la lluvia.
Yo, entre tanto, siguiéndolo con la torpe cautela de los años, fingiendo
dominar cigarros inconcusos, sorteando la madurez del estupendo amparo. Caminar
otra vez en Medellín, recorrer El Palo
con versos efables, libros publicados, sueños en estado cataléptico. Clase de 6
a.m., calle 50, Edificio Copal, El
jurídico que nunca visitaron,
aquella facultad de monasterio, era rutina urbana donde despuntaba la vida de
los doloridos poetas de destinos rusientes.
Volver a
Medellín y ver la misma sombra amarga en plazas y tabernas, los mismos
discutidores del Parque de Bolívar
hoy con más volumen y menos tolerancia, Idalia y Margot, dos negras inmensas
aún martillándome por dentro, precisándome sexuales florituras, literatura
audaz, impotencia que brega, religiones que se devoran unas a otras, el pobre
transeúnte regañado por apóstoles del vicio, pastores de nunca acabar, un
Festival de Poesía más cargado de show que de poesía, saber que todo este
tiempo ha transcurrido sin que Martín y Alejandra se hubieran conocido, mi
oficio de escritor oxigenándose de fracaso en fracaso, buen síntoma sin duda, dos
o tres premios en extremo dañosos, y saber también que no hay mejor lugar para
vivir, gústenos o no, que aquél donde la muerte ha resistido.
Entré a su oficina
de abogado exitoso, ubicada en pleno centro de la ciudad. Ahora comprendía
mejor la inutilidad de aquella indiferencia, esos amagos de amistad y luego el
descalabro, contar que existió un muchacho que se escondía de tanta insidiosa
crueldad, que huía sin disimulos con tal de ponerse a salvo, un personaje,
Jorge a secas, en letras de molde, ayudando a sobrellevar el ruido triste de
los días ufanos.
–El soberano del
tiempo… –Se oyó su voz con menos impostura.
–Maestro…
Lo fue. Y él, y
yo, amigos de amistad incompleta, juventud
divino tesoro ya te vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces
lloro sin querer, sin tiempo ya para abrigar contusiones, despojada el alma
de estrambóticas risas, cínicas y falaces, aliviado el espíritu de serias
ironías, y entonces, pese a todo, conversar como si nada se hubiera transformado,
un café, cero licor, otro café, dando vueltas y vueltas por los nichos infames,
las iglesias que Fernando Vallejo frecuentó deseoso de esterilizarlo todo, no
obstante admitir, irreverentemente sentir, que esos mozuelos y suculentos sicarios
solo pueden ser hechos en esta Colombia de amplios y puntiagudos contrastes, el
bodrio, el estrellato, como si Darío y Ramón de Campoamor siguieran intactos, yo
exterminando otra vez en sus palabras a la tía abuela con la que vivió el
silencio, Quasimodo y Silva recitados de memoria por esa viejita confiable,
remordimiento que prosigue insepulto, triunfo económico engordando a
profesionales lombrices, miserias de siempre, tan humanas y díscolas,
desenlaces de siempre, tan hediondos y bellos, cachorros que pensaron juntos el
porvenir del miedo, y la muerte acercándose, naturalmente afirmada, días ya no
tan extraños en que, por estupidez de conservación, la alejan de la fiesta, peligrosas
esquinas donde continúa destemplándose el destiempo, bares de mariquitas con
más hombrecitos que se suman a la causa, bohemia disfrazada, aguacero de males
infinitos, y él, cerveza en mano, rompiendo en llanto, quitándose la máscara, y
yo, mar hecho añicos, sintiendo más que nunca el citadino odio, sonriéndole sin
ganas a la enorme distancia del sufrir.
Y otra vez
partir a la natal discordia, Sócrates y el Cristo recibiendo de su parte el
penúltimo desvelo, letras ácidas y manuscritas que quedaron inmortalizadas en
cuadernos terribles, litoral fresco, por fin una voz enemiga, ribera sordomuda
para revivir el tiempo de la ausencia, el aire del ausente cantando a los
cuatro vientos la caricia fatal, año tras año recibiendo una llamada puntual de
cumpleaños, y decir que en medio de tanta droga y tanto disparate Medallo es como un cielo, donde el amor
y el desamor pasean nauseabundos, donde hay ombligos que reproducen el tedio,
la esclavitud del corazón se ensaña satisfecha, va formando residuos de pesadas
alburas, pienso en descendientes nuestros que repiten la historia (cómo
sobreviven tan fácil y gustosamente es algo insoportable), musgos del más allá,
aire del ausente, aire impuro vaya a donde vaya, personalísima forma de llevar
a cabo el plan del universo, unos ganan, otros pierden, pertenezco canallescamente
a los segundos. Río de la infancia, cómo es posible que permanezcas anclado a
esta existencia inconveniente, ¡oh, mar eterno!, ponto de dunas miserables, cuánta
claridad fastidiosa te atreves hoy a prodigarme.
Este mar
olvidado ha vuelto a estremecerse, confía en la magnitud de su trivial belleza
y con quebrantos sin sal pretende que vuelva a su lamento, sale de su boca una lenta
sinfonía que me llora. Pero, qué puede prometer un hombre liberado de abúlicas tristezas,
qué tercas melancolías podrían compensarlo, cuáles angustias sempiternas
tendrían que prenderse… Nostalgias maltrechas perecen en los cercanos ruidos, no
más silencios, busco el todo que la nada deshizo. Siento que hay en la superficie
mucho más que un problema de felicidad, persisten instantes cómodos, aunque intranquilos,
que reverdecen en el sitiado corazón cuando las tardes se complican. ¿Me he
llenado acaso de viento alegre? No sé si el mar resista ahora la pulcritud de
mi canto despejado, hay brisas ajenas que de seguro se acercan portando
realidades, tocan sus cuerdas, por obra de un temprano destierro, la fidelidad
de un acuoso y sin igual reclamo. Y él, en su templo normativo, azotado por la
vejez y la mortaja, y yo, avisado e insólito, ¿qué culpa tengo por último de
ser infelizmente feliz?
Nado hasta
desaparecer y voy escribiendo, con piernas y brazos, a fuerza de tanto errar y
en pírrica flagrancia, un impensado sermón de DULCE VIDA: Camina. Si puedes
todavía cantar, hazlo, recréate mientras se te pudre el coro en alguna parte
del recuerdo. Grita y mira a tu alrededor por si las moscas, apéate de la
conciencia y créete liberado. Engáñate, no hay nada mejor contra el destino.
Nadie te escucha. Aprovecha esa minúscula suerte para marcharte lejos, mira de
vez en cuando el mar, observa cómo sus olas se van aproximando a tu silencio,
toman cuerpo, murmuran, traen recados que se disuelven al pie de tu nostalgia.
Desea entonces que tus sueños no se cumplan, dilo varias veces, que mis
sueños no se cumplan, que mis sueños
no se cumplan, y cuando te sientas al
borde de la felicidad dispárate, vuélvete ilusión, llénate de antiguas
dolencias. Sabrás que es tiempo de regresar, así que abre la puerta, salúdate y
pídele perdón al asesino. Camina. Si puedes todavía cantar, hazlo, el mar
siempre te espera, conoce cada una de tus complicadas noches, ha amanecido frente
al agujero donde dormitas, guarda un atardecer especial para cada muerto triste
que atrapa en sus orillas. Todo rencor tiene su playa. No te mueras, busca el
ruido, síguelo, acósalo, el ruido te dará la eternidad.
No hay entonces tiempo
que perder, busco también lo que quedó de Margot treinta años después de aquella
pálida esperanza, indago, entre astuto y febril, por los ojos torcidos de su
hermano, por la blancura sangrante de la negra, alguien de esa lejana pesadilla
habrá sobrevivido, no pudo haber sido tan solo un trágico deseo, ficción pura, grumos
de ilusión para escapar de la verdadera pesadilla. ¿O sí?
–Una negra que
era como un crestón de sentimientos…
–Ah, Margot,
Margot, hay una Margot que vive con sus siete hijos en el cocotal de la ensenada.
La mujer de Salvador, el que juega béisbol en el playón de San Antero y cuida
la cabaña que era de doña Martha…
–No sé, a lo
mejor –respondo pensativo y a sabiendas de que tal verdad podría evaporarme.
–Debe ser ella –agrego
con festivo drama.
A estas alturas
del abadejo no importaba lo uno ni lo otro. Llover sobre mojado no dejará de
ser una maravillosa opción.
–Debe ser ella
–repito con sonora calma–. ¿Por dónde cojo?
Treinta años
después de un tiempo que se fue, de un tiempo que, por certero y confuso,
siempre volverá.
(al doctor Fabio Aristizábal Vélez)
Montería-Sahagún
Córdoba
(Colombia), julio de 2011
Versión inicial:
Medellín, 25 de septiembre de 1984 (martes)
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