jueves, 30 de junio de 2011



VERSO CON ALAS

Turpial amado, jaula donde se aloja
el pájaro invencible, chamaría fugaz que lo visita
puntualmente con sol de mediodía.
Se miran fijamente conversando con
Trinos memorables. Mi canto los observa
con ganas de meterse. Pero mi canto poco
se acuerda de barrotes, menos aún
de brisas y de alas.
Al parecer se envidian, se gustan, se enloquecen,
prisión sin hambre, libertad hambrienta, migas
idílicas cayendo con nerviosa gracia.
Poeta: ¿cuál de estas dos delicadas aves
se ajustaría mejor a tu existencia?,
¿en cuál de las dos estaría dispuesto
a reencarnar tu ruido apenas muera?







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domingo, 12 de junio de 2011

Nota: artículo escrito en enero de 2011 para el proyecto “Revista Acordeones”, liderado por Otto Medina y Rafael Ricardo Barrios, y a petición de este último. Independiente de que haya sido o no publicado (desconozco la suerte del proyecto en mención), ESCONCES Y DESTIEMPOS es su hábitat irreemplazable. Se autoriza su divulgación siempre y cuando se cite la fuente: FBA (Francisco Burgos A.). Si bien su autor no puede desligarse del hábitat sinuano y sabanero del que procede, el entorno de sus opiniones no es el de la tradicional (y ya suficiente y magistralmente ilustrada) discusión entre el mundo musical vallenato y el mundo musical sabanero. Su autor escibe desde otra óptica, sintiéndose extrañamente parte del primero por reminiscencia, por cofradía y por gusto, aunque, es bueno decirlo, reconoce en el tema vallenato disquisiciones y problemas de mayor alcance. En todo caso, hablemos de "música de acordeón" (como en la sabana) o de "música vallenata" en sentido amplio (a efectos de justicia histórica y como eslabón fraterno), o de "música vallenata" con criterio excluyente, lo cierto es que el aspecto textual de las canciones se ve menoscabo por igual, quizá -por razones propias de particulares contextos- menos en un lado que en el otro. De enero para acá algunas cosas han cambiado o comienzan a cambiar de forma positiva. Ya quedó sembrada en el ambiente la necesidad de revolucionar comercialmente (poéticamente) este asunto, y es posible que, a raíz del triunfo de Adrián Villamizar en Valledupar, a un importante número de compositores se les dé por abandonar de una vez por todas el sendero del agravio. El artículo que seguidamente se publica es una contribución más de FBA (complemento de su propuesta musical) al claror de esta imparable lucha.


LA COMPOSICIÓN VALLENATA: CADA VEZ MÁS BOBALICONA Y MENOS VALLENATA

Corría el año 1985 y el 7 de junio saldría publicado en la edición No. 390 del Semanario monteriano Poder Costeño, un artículo de mi autoría titulado La canción vallenata: buscando a Rubén. Desde ese entonces advertía en la composición vallenata, sobre todo en su componente textual, deficiencias o carencias preocupantes. Todavía sin Nueva Ola y medianamente a salvo de quienes se consagrarían después como los “grandes lloradores del vallenato”, apreciaba la necesidad de profundizar la parte literaria de la música vallenata, más allá incluso de lo que significó su revolucionario romanticismo lírico. Me parecía que la complejidad del mundo urbano, la quintaesencia del difícil vivir, la exploración del tema amoroso por senderos no propiamente paisajísticos, la comprensión de la muerte como gran lección de vida, en fin, todo el peso inevitable de la más contundente poesía podía darle al género musical que nos ocupa, un viraje profunda y radicalmente educativo. ¿Hasta dónde se podía llegar sin correr el riesgo de profanar su histórica existencia? No lo sabía, y me temo que aún, con más años encima y mucha tinta a lo mejor desperdiciada, no me atrevo a aventurar una respuesta. En todo caso, cómo no sentirme hoy más preocupado cuando es la bazofia sentimental lo único que parece habitar comercialmente el texto vallenato; cuando el interminable desfile de canciones estúpidas y pobremente románticas, la recocha insoportable (muy lejos de la emoción parrandera), las ridiculeces arrítmicas y las fusiones descabelladas son las únicas o mayoritarias expresiones de un género musical que, en pos de una “exitosa expansión”, va en picada despojándose, grabación tras grabación, de esencia y vitalidad.

Así pues, me inquietaba la idea de subvertir el orden vallenato, llevando la letra de las canciones a terrenos inexplorados e insospechados. Comprendía en aquel tiempo la urgencia de asumir identidad, poesía y cultura como trinidad creadora capaz de perturbar la tradición pero al mismo tiempo de enriquecerla a profundidad; eso sí, sin amarrar la literatura ni la cabal comprensión musical del canto vallenato a un término tan engañoso y peligroso como “evolución”. Examinaba cómo la transición lírica –no obstante contar con valiosos autores que produjeron obras destacables– no había logrado sacudirse de las letras arrepentidas que desempolvan olvidos, que lloran los amores con una mojigatería inconcebible, atiborradas, además, de un fuerte machismo tontarrón, de culpas y maldades ajenas, de corazones súper destrozados, de infinitos lugares comunes, de enamoramientos empalagosos, de bonachonas historietas. En suma: de falsa poesía. Como si la tierra más que tristeza o nostalgia produjera llanto, y a caudales sensibleros. Y como volver a lo narrativo no estaba entre los planes ni lo vislumbraba como escenario deseable, ¿qué mejor que hacer de lo lírico horizonte de búsqueda angustiosa e incesante? ¿Por qué no entonces un Rubén Blades para el vallenato? ¿Por qué no aprovechar, incluso, la tendencia hacia la diversidad temática de sus orígenes como ejemplo de camino innovador por recorrer? Me preguntaba, además, si la música vallenata, debido a su bailable y popular vestidura, era tan absorbente que impedía que la canción vallenata pudiera matizarse con contenidos artísticos o literarios de mayor envergadura.

Sin duda, el tema amoroso, servilmente orientado hacia lo femenino, ocupaba ya, en forma mayoritaria, el espíritu creativo de nuestros más afamados compositores que, a diferencia de los románticos empedernidos (enfermizos, simplones, oportunistas) de ahora, le ponían alma, verdad y sentido al “producto” vallenato. Pero me temo que bajo su influencia se fue metiendo, para nunca más salir, la ponzoña monotemática del amor en casi todos los trabajos discográficos serviles al imperio del mercado, hasta tal punto que no tardaron las distorsiones rítmicas y la descomposición perversa en hacer de las suyas. Rubén Blades, frente al auge de la salsa naciente después de la revolución cubana –que en su mayor parte invitaba a bailar y a gozar–, no optó por el son cubano sino que trastocó a fondo el problema de la compenetración entre letra y música, haciendo de esa música que él identificaba cuando sonaba, intención poética y continente emocional. ¿Por qué al vallenato no habría de ocurrirle algo parecido? Ésa era mi más angustiosa pregunta. Y también mi más poderoso desconsuelo. En todo caso, el Blades de hoy no sería el espejo más apropiado para mirar cómo enarbolar esta dura lucha por la salvaguardia del canto vallenato cuando, interrogado sobre el presente y futuro de la salsa, manifiesta: “… es inútil preocuparse por cosas sobre las que no se posee posibilidad alguna de controlar, al igual que es absurdo considerar que los gustos permanecerán siendo iguales para cada generación” (El Universal, Suplemento Dominical. Cartagena de Indias, 2 de mayo de 2010, p.8). Dejemos entonces a Rubén Blades por fuera de la causa vallenata, quedémonos nosotros (pocos pero ruidosos) apostándole a lo inútil y a lo absurdo, desenmascarando la fiesta de la irresponsabilidad y de la ignorancia, y preocupados tremendamente por la calidad estética y no económica de nuestra música.

Como están hoy las cosas, con retornar a la etapa lírica que ya conocemos me sentiría satisfecho. Pero estimo aún pertinente examinar hasta dónde es posible, en verdad, incorporar un componente poético distinto en este género musical teniendo en cuenta sobre todo su origen folclórico, la expresión popular y provinciana, el carácter narrativo de sus inicios y el lirismo posterior de sus letras más sentidas. Desde este punto de vista, habría que preguntarse si salirse de este ambiente textual es válido, o mejor, si los aires vallenatos reconocidos como tales (entiéndase al tenor de la ortodoxia dominante el paseo, el son, el merengue y la puya) admiten expresar un sentido de la vida que trascienda el contexto anotado. En otras palabras: ¿es incompatible dicha música con manifestaciones literarias y poéticas sustancialmente diferentes?; ¿existen condicionamientos musicales en el vallenato que limitan seriamente tales aproximaciones? Me imagino desde ya el despelote que se formaría. Comercialmente hablando sería, por supuesto, un verdadero desastre. Bastante tiene ya el vallenato tradicional y el paseo lírico con el “vallenato posmoderno” como para ahondar en propuestas desesperanzadoras. Pero comercialmente soñando sería toda una revolución, pues, en últimas, de educación y cultura, y no de ridiculeces y mediocridades, es de lo que se trata.

Mal que bien, el vallenato ha experimentado a lo largo de su existencia un “desarrollo” rítmico considerable. Sobre este particular, resulta sumamente interesante el estudio de Abel Medina Sierra titulado “Los géneros legítimos y espurios de nuestra música”. Encontrarán allí los lectores argumentos de importancia alrededor de una evolución, quiérase o no, evidente. El repertorio del músico vallenato ha estado ligado, desde siempre, a más de cuatro ritmos, por lo que el autor presenta su hipótesis de que “la historia genérica del vallenato no es sino una lucha de ritmos espurios contra los ya legitimados o los intentos de los primeros por ganar ese estatus de legitimidad”. Historia entonces orquestada por ritmos emergentes o fusiones modernas como los denomina Hernán Urbina Joiro en su libro “Lírica Vallenata: de Gustavo Gutiérrez a las fusiones modernas”. Ahora bien, ¿qué tan positivas han sido las aportaciones rítmicas de la Nueva Ola, del estilo único e inconfundible de Kaleth Morales o de las romanzas del poeta Rosendo Romero (para no mencionar la mezcla imperdonable de balada, ranchera y hasta de twist con vallenato)? Buen tema, para discutirlo sin parar. Pero por ahora centrémonos en la parte textual del vallenato. No hay que olvidar, en todo caso, que el progreso en el arte no puede ser visto en sentido cronológico.

¿Qué ha pasado entonces con las letras de las canciones vallenatas? Mientras la historia rítmica del vallenato es rica en demostraciones, su historia textual es pobre en compromisos. Mencionar, por ejemplo, una primera e importante escisión a partir de los años sesenta del siglo pasado con Gustavo Gutiérrez Cabello, quien, al decir de Julio Oñate Martínez, “revolucionó la estructura del paseo, tanto en su contenido como en la forma de versificar, introduciéndole un lirismo más manifiesto, con versos más delicados, y con melodías más dulces y elaboradas pero conservando el ritmo original”. Y posteriormente (muy posteriormente), con la inclusión de la jerga juvenil en cuanto característica peculiar de un movimiento urbano que, más que Nueva Ola (el mismo Silvestre Dangond anunció hace un tiempo su defunción), significó un relevo generacional en el canto vallenato modelo siglo XXI. La cursilería romanticona, con claros visos degenerativos, no representa, a mi juicio, un viraje a tener en cuenta. Los cambios, sean positivos o negativos, deben contar al menos con una aspiración de identidad para ser considerados, y el legado de Wilfran Castillo, “Tico” Mercado e Iván Calderón (por mencionar sólo a tres de los más representativos, y sin desconocer que se trata de compositores que cuando se lo proponen se salvan del estereotipo) está signado por obedecer exclusivamente al más oprobioso y bestial de los mercados. De todos modos, tanto las letras estilo Nueva Ola como las de los llorones de moda se muestran, casi siempre, pobres e intrascendentes.

A Wilfran Castillo habría que reconocerle la intención de mejorar poéticamente sus temas librándose, además, del evacuatorio sentimental, aunque al servicio de un pop estilo Fonseca o Carlos Vives que, en últimas, desdice igualmente del género musical que lo ha lanzado al estrellato nacional e internacional. Por otra parte, un compositor y músico monumental como Omar Geles, gran beneficiario del embeleco en boga y a quien (lo digo sin explícita ni secreta ironía) le profeso respeto y admiración, me produce ya susto y patológica grima cada vez que su trucaje rítmico y melódico –explosivo tic, adobado con irresponsable lúdica y con la misma historia pendeja y pueril– aparece en escena. Aún no me repongo del efecto “aplanadora”, mucho menos cuando me acuerdo de que su intérprete fue nada menos que Jorge Oñate. Ver a Oñate cantando y bailando semejante esperpento me produjo un colapso vallenato que por poco consigue desarmarme. Pero bueno, “es lo que le gusta a la gente”, me dirán. Sí, a la música en general la golpea el pillaje y el éxito efímero de la posmodernidad. Pero es también tarea de utópicos ponerle el cascabel al gato. Es también asunto de valientes complicarles ese festín insípido y esponjoso.

Podríamos considerar asimismo (en términos de intención poética y procediendo conforme al gusto personal) el aporte de compositores como Hernando Marín Lacouture, José Alfonso Maestre Molina e Iván Ovalle Poveda, siendo el primero de los nombrados mucho más claro y contundente a la hora de proponer un valor estético de conjunto, adjetivado y coherente, más allá de los límites de la poesía lírica. No sólo el amor es un tema genuinamente abordado por Marín; de su alma rebelde, truncada tempranamente por la muerte, brotaron aspectos bucólicos, sociales y políticos de inolvidable valor artístico. ¡Qué falta le hace Hernando Marín Lacouture al vallenato! Seguramente, de su verso maestro –interrumpido, tal como lo afirma el licenciado en idiomas y magíster en literatura hispanoamericana Oscar Ariza Daza, “en una etapa clave de su vida musical”– hubiesen surgido, con madurez o sin ella, canciones profundamente vitales y comprometidas. Y comprometidas no sólo en el terreno contestatario (remito a los lectores al ensayo Hernando Marín y la Canción Contestataria del citado profesor Ariza Daza, publicado en: Historia, Identidades, Cultura Popular y Música Tradicional en el Caribe Colombiano, Universidad Popular del Cesar, 2004), sino también en cuanto a los resplandores de una creación que incursionaba en las satisfacciones, contradicciones y sinsabores de la existencia. Los Años, por ejemplo, canción preferida por Marín, es un precioso paseo que alcanzó milagrosamente a ver la luz en la producción Rompiendo Esquemas (título obviamente sugestivo) de Silvio Brito y José Hilario Gómez (edición especial, 2006).

El amor tiene su fuerza, diría Ovalle. Pero arrastra también el riesgo de aclimatar excesos y descomposturas imperdonables en los cuales difícilmente se logra reconocer, a efectos de recomponer las cosas, el punto de no retorno. El presente del texto vallenato es lamentable, y ni qué decir del futuro que, por lo visto, le espera. Me preocupa sobremanera el mensaje de la canción vallenata, que aprecio necesitada de contenidos con mayor profundidad y vitalidad. Sentimos, de verdad, que algo (muy grande) no funciona. Me refiero, claro está, a la música grabada o que se graba y que logra repercutir nacional y hasta internacionalmente, e incluso a la que se queda amarrada a contextos regionales y locales sin distintivo alguno. Otra cosa es lo que ocurre con los festivales o en las tan apetecidas parrandas vallenatas, aspectos estos que deberán ser harinas de posterior costal. Por lo pronto, regalémonos más acuciosos interrogantes: ¿no hay acaso compositores capaces y merecedores –entre los tantos que pululan en festivales, conocidos o ignotos, y entre quienes se inspiran desinteresadamente por amor al arte– de asumir la responsabilidad histórica de rescatar musical y textualmente la canción vallenata? Claro que los hay, y muy buenos, de larga y corta data (no doy nombres de viejos conocidos para evitar injustas omisiones) y a lo largo y ancho de la extensa geografía vallenata, no reducida, por cierto, al Valle que tanto se menciona. Si algo me mortifica es saberlos extraviados en el universo inclemente de las manipulaciones festivaleras o sometidos al vaivén inmisericorde del elitismo parrandero, cuando no expuestos al olvido miserable de quienes, por negocio o estulticia, desconocen la utilidad y la grandeza de su desprendimiento y de su dolor. ¿Cuántas bellas y torrenciales canciones permanecen sepultadas bajo la arrogancia de semejante poder?; frente a la desolación del presente, ¿sólo es posible responder a la crisis desde sus elementos tradicionales y líricos?; ¿basta una buena melodía o un buen intérprete para autodenominarse “compositor”?; ¿estamos condenados a soportar la fórmula del sanedrín que explota “lo vallenato” como hecho mercantil despojado de sanos vientos culturales, abarrotándonos de canciones endebles, de arritmias y melosidades sin gracia y sin sentido?

Intuyo, pues, que la poesía debe abrir, sin intelectualizar demasiado, más poderosos espacios comunicativos. Resignarnos al eterno lagrimeo, al verso insulso, a la rima esclerótica, a la melodía aparatosa, al desbarajuste inarmónico y al embrutecimiento festivo –generado por ritmitos falsamente alegres–, no es bueno para la salud del vallenato, mucho menos para la de quienes se precian de ser sus más significativos amantes y dolientes. Se le podía y se le puede cantar al amor sin tanto gemido, sin baboseos, sin brinquitos, sin agonías, sin payasadas. La juventud siempre será grande en cambios y en desvelos, y de ahí que nunca en su nombre sea plausible pervertir el arte. Merece el amor (tema, por supuesto, universal) su bienhadado espacio, siempre y cuando se aborden sus infinitas glorias y fracasos desde perspectivas artísticas, poéticas y literarias auténticamente vitales. Pero nuestros compositores vallenatos han hecho del amor una basura mercantil rayana con la idiotez y la mentira. Urge entonces una indagación colectiva que, sin folclorismos radicales, se proponga construir senderos de verdadera pero también de novedosa identidad vallenata. Lo más importante es entender que la música vallenata (no tanto ya el folclor y lo tradicional) atraviesa –quiérase o no reconocer y por mucho Grammy y roce internacional que la envanezcan– una profunda crisis rítmica y textual; que es hora de poner musicalmente resistencia, sumando esfuerzos aislados y coincidentes. Con la razón, el sentimiento y la palabra como armas. Con duras y argumentadas banderillas. Con canciones originales y trabajos discográficos alternativos.

En medio de este panorama gris hay, por fortuna, notables esperanzas, esperanzas que tienen nombre propio. Un cantautor como Adrián Pablo Villamizar Zapata es un buen ejemplo. Desde su atípica y exótica figura, y no obstante salirse del estricto cuento vallenato, propone para este género musical ritmos, melodías y armonías de largo alcance y de aliento exquisito, que suele acompañar con una poesía excepcional emanada de vivencias y recuerdos, poniendo en resumidas cuentas a respirar la vida. El esplendor metafórico del cantautor sinuano Joaquín Rodríguez Martínez es otro magnífico ejemplo. Y por supuesto, todo el legado lírico de compositores de prestigio y creativamente vigentes, que bien pudiera dignificar y diversificar con nuevas canciones (no con reencauches) las producciones vallenatas, sin necesidad de reanimar despechos.

Crítica o no, este acuminado artículo surge de la más sincera, infinita y dolorosa soledad al comprobar una y otra vez la pobreza, especialmente textual, del producto vallenato, artículo de consumo que, por lo mismo, no puedo, racionalmente y hasta por instintiva repulsión visceral, aceptar dentro de lo que algunos –ciegos o haciéndose los locos por conveniencia– llaman “grandes conquistas musicales” amparándose en una enfermiza “evolución”. Y para tranquilidad de todos, que quede claro: yo no sueño tristemente con el pasado del vallenato, sino que lo rumio con absoluto deleite para poder ubicarme, en su actual contexto, de cara a la urgencia de dignificarlo en función de un intrincado pero revelador futuro. Ni más. Ni menos.


FBA