RAÚL Y LOS BURGOS
ARANGO
Heriberto Fiorillo, en su libro “ARDE RAÚL”, hizo una breve referencia a los hermanos Burgos Arango,
a quienes nunca entrevistó, quedándose por fuera de su investigación
testimonios como estos que, al igual que otros más del mismo corte, hubieran
podido enriquecer el panorama existencial y cotidiano del poeta Raúl Gómez
Jattin.
A Gloria Burgos Arango le dedicó Raúl su texto
“Desencuentros” y con Enán Burgos Arango fueron tantas historias compartidas
que daría para mucho más que un libro. Pero la vida, como la muerte, todo lo
cobra, y la factura les llegó a ambos disfrazada de pavoroso arte. Hasta se
cruzaron textos entre elogiosos y ofensivos. Distanciados al final, pensé que
Enán, receloso de ese tema, nunca divulgaría ninguna de ellas. Pero, para
fortuna nuestra, hace poco empezó a hablar y a escribir sobre ello, y he aquí
una primera muestra de aquellas andanzas de ese par de amigos en aquel entonces
inseparables. Vale la pena señalar que Enán, a la primera persona que visitaba
cuando volvía de alguno de sus viajes al Sinú era a Raúl en Cereté. Y lo hacía
de inmediato, y por encima de consideraciones familiares. Para entonces, se
imponía la mutua y anónima admiración, mucho antes de que cualquier fama
pudiera corromper las cosas. Como nunca dejó de visitar tampoco a nuestro
admirado tío y poeta H. Galo Vurgos P. a su regreso cada tres o cinco años a Colombia,
en Ciénaga de Oro-Córdoba, donde vivió el poeta en casa de Femina Burgos hasta
morir, ciego y prácticamente olvidado, con más de noventa años a cuestas y
muchos libros y poemas sin publicar. A propósito de H. Galo, agradezco a los
hermanos Burgos Burgos (a Alberto Cayetano, Kattya y Jonás de Dios) por haberme
confiado la custodia del material inédito del poeta H. Galo que, aunque no
conservado de la mejor manera, nos va a permitir conocer otra parte importante
de lo que el autor de “Nectario” y “Miel de abeja” preparó, hasta cuando pudo,
para futuros lectores.
Pues bien, retomando a Raúl, en lo que me atañe, me
recuerdo como niño recibiendo una sola clase de actuación de aquel gigante
actor y director de teatro que estuvo al frente del Grupo de Teatro de la Cruz
Roja de Córdoba siendo mi madre, Amparo Arango, Presidenta del Comité
Departamental de la Cruz Roja en dicho departamento. Aún se recuerda el paso de
este grupo por el Festival de Teatro de Manizales con Raúl como Director, y una
obra que abanderaron hasta más no poder: “Las muñecas que hace Juana no tienen
ojos” (basada en “Los cuentos de Juana”, de Álvaro Cepeda Samudio). El apoyo de
mi madre para Raúl fue siempre sincero, cariñoso y permanente, y buena parte de
las guayaberas de mi padre Enán Burgos Perdomo pasaron a ser heredadas por el
“loco” de Raúl, cuando este, vuelto nada, tocaba la puerta de nuestra casa y
ella lo recibía con amor de madre, lo alimentaba, hacía que se bañara, y horas
después salía Raúl bien vestido, renovado, a continuar la trama, intencionada o
no, de “poeta maldito”, cuyo desenlace ya se vislumbraba predecible. Ahí le
tocó a ella un pedacito de “El Dios que adora”, si bien no se corresponde dicho
texto con el aprecio y buen trato que sus amigos de verdad le prodigaron al
poeta. Como recuerdo también el recital organizado por María Elena Burgos
Arango en Montería, en el que Raúl sacó a relucir su vozarrón para entonar
también canciones como “Piel de manzana” de Serrat. Y ni qué hablar de las
interminables veces en que Raúl se apoderó de una de las mecedoras de nuestra
casa paterna para, al vaivén de lecturas, risas y proyectos, conversar sin
parar con mis hermanos sobre lo divino y lo humano, y yo, circunspecto
adolescente, escuchándolos desde uno de mis rincones preferidos. Esas
tardeadas, esa terraza que aún conservamos, ella sola, merecería un lugar de
privilegio para quienes pretendan redescubrir los caminos del poeta Raúl Gómez
Jattin.
Cees Nooteboom, en “Tumbas de poetas y pensadores”, se
despide de su última tumba, la del escritor austríaco Joseph Roth, sentado “casualmente”
ante la mesa del café Le Tournon en la que este escribía, y donde existe una
placa que así lo conmemora: “Aquí venía siempre el escritor austríaco Joseph
Roth”. Así pues, por qué no habría yo de poder hacer algo parecido, y rotular,
por ejemplo, y al margen de distancias y proporciones, algo así como: “en esta
mecedora se zarandeó en un tiempo el poeta Raúl Gómez Jattin”, o también: “en
esta terraza derrocharon vida, arte y poesía Raúl y los hermanos Burgos
Arango”. ¿Por qué no?
Hasta he pensado en algo del carajo que me concierne:
que la tienda-estadero de la Calle 35 con Carrera 6 Esquina de la Ciudad de las
hoy escasas Andorinas, en la que he escrito (o libado) poemarios completos que permanecen
inéditos y compuesto una cantidad considerable de canciones, y que he
rebautizado en un texto-canción como “Un lugar en el mundo”, bien podría
adelantarme el reconocimiento. ¡Y vaya sorpresa! Hace días, bromeando al
respecto con su propietario, me dijo que le sonó la cosa y está que me hace el
favorcito…
Pero mejor pongámonos serios, y entremos de una buena vez
en algo que vale de verdad la pena. Un texto, una historia, una amistad surcada
por el teatro y la poesía. Enán y Raúl, dos grandes artistas que, a mi juicio,
se merecen, más que muchos, la dimensión de lo imborrable.
Saludos,
FRANCISCO BURGOS A
(FBA)
Los dejo con:
RAÚL Y YO
Texto escrito por:
ENÁN BURGOS ARANGO
¡Ay del pobre Raúl, en vida tan odiado, en muerte tan
amado! Este asunto engorroso merece por lo menos un libro entero, pero trataré
de ser breve. Nos conocimos en plena flor de la vida y este encuentro se lo
debemos a nuestra amiga tan amada María Josefina Yances Guerra, que en paz
descanse la Pina. Raúl y yo, siempre
llevados por un Edipo descomunal; el teatro fue nuestro refugio y juego de
predilección, una manera propia de transferir lo latente, de travestir lo
prohibido, de dar rienda suelta a nuestra pulsión de vida y también de muerte, amparados
bajo el manto de Dionisio. Aunque fuera diez años menor que él, apenas nos
conocimos fuimos como uña y carne, pero con el tiempo, la rivalidad artística
nos volvió como perro y gato. Igual que a mí, le gustaban los mangos, los
zapotes, los nísperos, las carimañolas, los quibbes, las empanadas, los
patacones, las rosquitas, la marihuana, los hongos alucinógenos, el teatro
griego (las comedias de Aristófanes, las tragedias de Esquilo), las películas
de Pasolini, la poesía de Baudelaire, Rimbaud, Poe y sobre todo la de ese mago
poeta que era Mallarmé. A esta lista se suman las revolucionarias teorías de
Antonin Artaud sobre el teatro, los cuentos curativos de Álvaro Cepeda Samudio
y las “Confesiones de un opiómano inglés” de Thomas de Quincey, autor, además,
de otro sulfuroso libro: “Del asesinato como una de las bellas artes”. Aunque
poco interesados por la poesía española y latinoamericana, en los momentos
alucinados, juntos entonábamos con voz ronca y desafinada las canciones
libertarias de Joan Manuel Serrat. Nos fascinaba sobre todo deambular por las
orillas del Sinú durante las tardes de brisa y los crepúsculos dorados. ¿Qué más
decir? Que era comelón, barrigón, gigante y peludo como un ogro, y yo
enclenque, demacrado, lo que en cierto sentido me salvó de ser devorado por él.
Le gustaban los muchachitos robustos y rellenos como los tres cerditos, su
fantasma mayor era el de ser un lobo y comerse a su abuela y a su madre, para
así gozar plenamente del amor de su idolatrado padre. Todo esto lo digo sin la
mínima intención de herirlo. Hay que saber que en vida de su padre, abogado
notable muy respetado, las “locuras” de Raúl todo el mundo se las festejaba,
pero el día en que su progenitor murió, el mundo entero se las cobró y allí
comenzó su largo viacrucis (cárcel, manicomio, vida en parques y calles,
menosprecio y hambre) terminando como Cristo crucificado. A ese propósito les
tengo una anécdota, una sola: un día de esos, a mi regreso de Bogotá, luego de
habernos perdido de vista un largo rato, nos encontramos en la Avenida Primera
de Montería, pasamos el puente metálico, y fumándonos una bareta nos fuimos caminando
lentamente por la orilla, deleitados por el oro de los rayos reflejados sobre
las aguas del río. Al cabo de una media hora, antes de llegar al planchón que
atraviesa el río a la altura de la calle 30, nos sentamos alegremente sobre la
yerba para platicar. Raúl me pregunta entonces con voz de niño regañado, si
para mí, él estaba loco. Luego de un largo suspenso, mirándolo a los ojos, le
respondo que no. Pensé que aquella respuesta lo iba a confortar, pero no, se
fue poniendo triste y acabó llorando. Le dije también que yo me iba de Colombia
para Europa y que él debería hacer lo mismo, pues su talento de director de
teatro, comediante y poeta, en un país como el nuestro tan conservador,
oligárquico y rosquero, terminaría por ser menospreciado y que él como yo
merecíamos un destino superior. Se quedó callado y, al cabo de un rato, con voz
agresiva me disparó: ¡lárgate!, ¡yo me quedo! No le respondí, tomamos el
planchón, cruzamos el río, y al desembarcar, ¡qué casualidad!, Carlos, que iba
de paseo en su carro por la Avenida, frenó al vernos, nos subimos y partimos
con él rumbo a Cereté, para llevar a Raúl. Al llegar allí, luego de otra bareta,
en el mercado de los fritos y de los jugos lo dejamos. Al día siguiente me
enteré de que en vez de irse a casa, se fue directo a la iglesia donde se
desnudó, se subió como pudo a la cruz, abrió los brazos y entornó los ojos al
cielo como diciendo: ¡Padre mío, perdónalos porque ignoran lo que soy! Raúl
murió veinte años después, en una miseria total atropellado por un bus en
Cartagena. Nunca se supo si lo mataron o se suicidó, ninguna investigación se
hizo, pues para el común de la gente no era más que un pobre tipo que se las
daba de loco para pasar la fiesta encuero. De la noche a la mañana, adulado por
todos, su tumba se convirtió en santuario de peregrinación, su poesía al fin
apreciada se publicó, de súbito aquellos que en vida lo detestaron, muerto ya
lo adoraban, inventando, los muy cínicos, haber sido sus amantes o amigos, y
hasta los hay que han ganado plata escribiendo libros, haciendo documentos
pésimos donde cuentan todo un talego de sandeces y mentiras, hablando más de
ellos que de él, o se las tiran de malditos, soñando con ser un día poetas de
renombre tan memorables como Raúl. Y lo peor de este cuento es que ahora para
ser poeta en Colombia, no basta con pretenderse maldito o con imitar a Cristo,
a eso hay que agregarle, con letras fluorescentes sobre la portada del libro,
el siguiente rótulo: “¡Soy gay!”. Lo que Raúl sin ocultarlo, en aquellas épocas
tan godas, nunca reivindicó.