miércoles, 14 de octubre de 2015

RAÚL Y LOS BURGOS ARANGO
 
Heriberto Fiorillo, en su libro “ARDE RAÚL”, hizo una breve referencia a los hermanos Burgos Arango, a quienes nunca entrevistó, quedándose por fuera de su investigación testimonios como estos que, al igual que otros más del mismo corte, hubieran podido enriquecer el panorama existencial y cotidiano del poeta Raúl Gómez Jattin.
 
A Gloria Burgos Arango le dedicó Raúl su texto “Desencuentros” y con Enán Burgos Arango fueron tantas historias compartidas que daría para mucho más que un libro. Pero la vida, como la muerte, todo lo cobra, y la factura les llegó a ambos disfrazada de pavoroso arte. Hasta se cruzaron textos entre elogiosos y ofensivos. Distanciados al final, pensé que Enán, receloso de ese tema, nunca divulgaría ninguna de ellas. Pero, para fortuna nuestra, hace poco empezó a hablar y a escribir sobre ello, y he aquí una primera muestra de aquellas andanzas de ese par de amigos en aquel entonces inseparables. Vale la pena señalar que Enán, a la primera persona que visitaba cuando volvía de alguno de sus viajes al Sinú era a Raúl en Cereté. Y lo hacía de inmediato, y por encima de consideraciones familiares. Para entonces, se imponía la mutua y anónima admiración, mucho antes de que cualquier fama pudiera corromper las cosas. Como nunca dejó de visitar tampoco a nuestro admirado tío y poeta H. Galo Vurgos P. a su regreso cada tres o cinco años a Colombia, en Ciénaga de Oro-Córdoba, donde vivió el poeta en casa de Femina Burgos hasta morir, ciego y prácticamente olvidado, con más de noventa años a cuestas y muchos libros y poemas sin publicar. A propósito de H. Galo, agradezco a los hermanos Burgos Burgos (a Alberto Cayetano, Kattya y Jonás de Dios) por haberme confiado la custodia del material inédito del poeta H. Galo que, aunque no conservado de la mejor manera, nos va a permitir conocer otra parte importante de lo que el autor de “Nectario” y “Miel de abeja” preparó, hasta cuando pudo, para futuros lectores.
 
Pues bien, retomando a Raúl, en lo que me atañe, me recuerdo como niño recibiendo una sola clase de actuación de aquel gigante actor y director de teatro que estuvo al frente del Grupo de Teatro de la Cruz Roja de Córdoba siendo mi madre, Amparo Arango, Presidenta del Comité Departamental de la Cruz Roja en dicho departamento. Aún se recuerda el paso de este grupo por el Festival de Teatro de Manizales con Raúl como Director, y una obra que abanderaron hasta más no poder: “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” (basada en “Los cuentos de Juana”, de Álvaro Cepeda Samudio). El apoyo de mi madre para Raúl fue siempre sincero, cariñoso y permanente, y buena parte de las guayaberas de mi padre Enán Burgos Perdomo pasaron a ser heredadas por el “loco” de Raúl, cuando este, vuelto nada, tocaba la puerta de nuestra casa y ella lo recibía con amor de madre, lo alimentaba, hacía que se bañara, y horas después salía Raúl bien vestido, renovado, a continuar la trama, intencionada o no, de “poeta maldito”, cuyo desenlace ya se vislumbraba predecible. Ahí le tocó a ella un pedacito de “El Dios que adora”, si bien no se corresponde dicho texto con el aprecio y buen trato que sus amigos de verdad le prodigaron al poeta. Como recuerdo también el recital organizado por María Elena Burgos Arango en Montería, en el que Raúl sacó a relucir su vozarrón para entonar también canciones como “Piel de manzana” de Serrat. Y ni qué hablar de las interminables veces en que Raúl se apoderó de una de las mecedoras de nuestra casa paterna para, al vaivén de lecturas, risas y proyectos, conversar sin parar con mis hermanos sobre lo divino y lo humano, y yo, circunspecto adolescente, escuchándolos desde uno de mis rincones preferidos. Esas tardeadas, esa terraza que aún conservamos, ella sola, merecería un lugar de privilegio para quienes pretendan redescubrir los caminos del poeta Raúl Gómez Jattin.
 
Cees Nooteboom, en “Tumbas de poetas y pensadores”, se despide de su última tumba, la del escritor austríaco Joseph Roth, sentado “casualmente” ante la mesa del café Le Tournon en la que este escribía, y donde existe una placa que así lo conmemora: “Aquí venía siempre el escritor austríaco Joseph Roth”. Así pues, por qué no habría yo de poder hacer algo parecido, y rotular, por ejemplo, y al margen de distancias y proporciones, algo así como: “en esta mecedora se zarandeó en un tiempo el poeta Raúl Gómez Jattin”, o también: “en esta terraza derrocharon vida, arte y poesía Raúl y los hermanos Burgos Arango”. ¿Por qué no?
 
Hasta he pensado en algo del carajo que me concierne: que la tienda-estadero de la Calle 35 con Carrera 6 Esquina de la Ciudad de las hoy escasas Andorinas, en la que he escrito (o libado) poemarios completos que permanecen inéditos y compuesto una cantidad considerable de canciones, y que he rebautizado en un texto-canción como “Un lugar en el mundo”, bien podría adelantarme el reconocimiento. ¡Y vaya sorpresa! Hace días, bromeando al respecto con su propietario, me dijo que le sonó la cosa y está que me hace el favorcito…
 
Pero mejor pongámonos serios, y entremos de una buena vez en algo que vale de verdad la pena. Un texto, una historia, una amistad surcada por el teatro y la poesía. Enán y Raúl, dos grandes artistas que, a mi juicio, se merecen, más que muchos, la dimensión de lo imborrable.
 
Saludos,
 
 
FRANCISCO BURGOS A
(FBA)
 
Los dejo con:
 
 
RAÚL Y YO
 
Texto escrito por: ENÁN BURGOS ARANGO
 
¡Ay del pobre Raúl, en vida tan odiado, en muerte tan amado! Este asunto engorroso merece por lo menos un libro entero, pero trataré de ser breve. Nos conocimos en plena flor de la vida y este encuentro se lo debemos a nuestra amiga tan amada María Josefina Yances Guerra, que en paz descanse la Pina. Raúl y yo, siempre llevados por un Edipo descomunal; el teatro fue nuestro refugio y juego de predilección, una manera propia de transferir lo latente, de travestir lo prohibido, de dar rienda suelta a nuestra pulsión de vida y también de muerte, amparados bajo el manto de Dionisio. Aunque fuera diez años menor que él, apenas nos conocimos fuimos como uña y carne, pero con el tiempo, la rivalidad artística nos volvió como perro y gato. Igual que a mí, le gustaban los mangos, los zapotes, los nísperos, las carimañolas, los quibbes, las empanadas, los patacones, las rosquitas, la marihuana, los hongos alucinógenos, el teatro griego (las comedias de Aristófanes, las tragedias de Esquilo), las películas de Pasolini, la poesía de Baudelaire, Rimbaud, Poe y sobre todo la de ese mago poeta que era Mallarmé. A esta lista se suman las revolucionarias teorías de Antonin Artaud sobre el teatro, los cuentos curativos de Álvaro Cepeda Samudio y las “Confesiones de un opiómano inglés” de Thomas de Quincey, autor, además, de otro sulfuroso libro: “Del asesinato como una de las bellas artes”. Aunque poco interesados por la poesía española y latinoamericana, en los momentos alucinados, juntos entonábamos con voz ronca y desafinada las canciones libertarias de Joan Manuel Serrat. Nos fascinaba sobre todo deambular por las orillas del Sinú durante las tardes de brisa y los crepúsculos dorados. ¿Qué más decir? Que era comelón, barrigón, gigante y peludo como un ogro, y yo enclenque, demacrado, lo que en cierto sentido me salvó de ser devorado por él. Le gustaban los muchachitos robustos y rellenos como los tres cerditos, su fantasma mayor era el de ser un lobo y comerse a su abuela y a su madre, para así gozar plenamente del amor de su idolatrado padre. Todo esto lo digo sin la mínima intención de herirlo. Hay que saber que en vida de su padre, abogado notable muy respetado, las “locuras” de Raúl todo el mundo se las festejaba, pero el día en que su progenitor murió, el mundo entero se las cobró y allí comenzó su largo viacrucis (cárcel, manicomio, vida en parques y calles, menosprecio y hambre) terminando como Cristo crucificado. A ese propósito les tengo una anécdota, una sola: un día de esos, a mi regreso de Bogotá, luego de habernos perdido de vista un largo rato, nos encontramos en la Avenida Primera de Montería, pasamos el puente metálico, y fumándonos una bareta nos fuimos caminando lentamente por la orilla, deleitados por el oro de los rayos reflejados sobre las aguas del río. Al cabo de una media hora, antes de llegar al planchón que atraviesa el río a la altura de la calle 30, nos sentamos alegremente sobre la yerba para platicar. Raúl me pregunta entonces con voz de niño regañado, si para mí, él estaba loco. Luego de un largo suspenso, mirándolo a los ojos, le respondo que no. Pensé que aquella respuesta lo iba a confortar, pero no, se fue poniendo triste y acabó llorando. Le dije también que yo me iba de Colombia para Europa y que él debería hacer lo mismo, pues su talento de director de teatro, comediante y poeta, en un país como el nuestro tan conservador, oligárquico y rosquero, terminaría por ser menospreciado y que él como yo merecíamos un destino superior. Se quedó callado y, al cabo de un rato, con voz agresiva me disparó: ¡lárgate!, ¡yo me quedo! No le respondí, tomamos el planchón, cruzamos el río, y al desembarcar, ¡qué casualidad!, Carlos, que iba de paseo en su carro por la Avenida, frenó al vernos, nos subimos y partimos con él rumbo a Cereté, para llevar a Raúl. Al llegar allí, luego de otra bareta, en el mercado de los fritos y de los jugos lo dejamos. Al día siguiente me enteré de que en vez de irse a casa, se fue directo a la iglesia donde se desnudó, se subió como pudo a la cruz, abrió los brazos y entornó los ojos al cielo como diciendo: ¡Padre mío, perdónalos porque ignoran lo que soy! Raúl murió veinte años después, en una miseria total atropellado por un bus en Cartagena. Nunca se supo si lo mataron o se suicidó, ninguna investigación se hizo, pues para el común de la gente no era más que un pobre tipo que se las daba de loco para pasar la fiesta encuero. De la noche a la mañana, adulado por todos, su tumba se convirtió en santuario de peregrinación, su poesía al fin apreciada se publicó, de súbito aquellos que en vida lo detestaron, muerto ya lo adoraban, inventando, los muy cínicos, haber sido sus amantes o amigos, y hasta los hay que han ganado plata escribiendo libros, haciendo documentos pésimos donde cuentan todo un talego de sandeces y mentiras, hablando más de ellos que de él, o se las tiran de malditos, soñando con ser un día poetas de renombre tan memorables como Raúl. Y lo peor de este cuento es que ahora para ser poeta en Colombia, no basta con pretenderse maldito o con imitar a Cristo, a eso hay que agregarle, con letras fluorescentes sobre la portada del libro, el siguiente rótulo: “¡Soy gay!”. Lo que Raúl sin ocultarlo, en aquellas épocas tan godas, nunca reivindicó.