martes, 2 de junio de 2009

PARA NO OLVIDAR…

Cuando el abatimiento pretende gobernar los días y la incertidumbre reina en la cotidianidad del silencio, qué bueno luchar contra la arrogancia del desprecio y contrarrestar la mediocridad del descreimiento trayendo a la memoria palabras de un grande de todos los tiempos, a quien sus fieles lectores seguimos empeñados en cumplirle el deseo de ayudarlo a morir. En vano, por supuesto. La soledad y la angustia de la vida están y estarán siempre ahí, expuestas a recibir el beneplácito de seres ignotos y lejanos mientras que la intelectualidad pazguata derrama sus petulancias y pobrezas contra ellas, a nombre de otra vida que dicen amar con alegría. Y es por esto último que ese escritor que deambula por rincones y avenidas de infancia ha detestado siempre los grupos y los círculos. Sabe muy bien que de no haber sido por el despertar pensativo de su aislamiento la música y la poesía jamás hubieran advertido su presencia.

Pero el arte es el arte y los artistas en general que de él se benefician tarde o temprano sacan a relucir sus nimiedades. Unos contra otros se acusan mutuamente de lo mismo para terminar asumiendo una autodefensa de sus privilegios basada en la indiferencia. Es entonces cuando el escritor, el hombre de carne y hueso que sortea todos los días el mundo de perversión y mezquindad que lo aniquila, comprende que existen en el desprecio -más que en el elogio- razones y sentimientos que lo motivan, por el contrario, a continuar. Ha querido dejar de cantar, ha decidido muchas veces tirar todo a la basura pero al final, cuando la placidez y seguridad de los cuarteles de invierno se avecina, renace el encanto vertiginoso y creativo de la maldad, aquella maldad intacta en la que el poeta César Vallejo pedía confiar, no la máscara torpe y sombría del malvado.

Así pues, Ernesto Sabato sigue arrojando una poderosa tabla de salvación en ABBADON EL EXTERMINADOR al “querido y remoto muchacho” de sus interminables preocupaciones:

“… Te desanimás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para juzgarte, se siente inclinado a pensar que porque comés como él es tu igual; o, ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con suficiencia la forma en que toma el cuchillo, uno incurre en la tentación de considerarse su igual o superior, olvidando (tratando de olvidar) que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida. Tendrás infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia. La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión… Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi siempre la posteridad, o al menos esa especie de posteridad contemporánea que es el extranjero. La gente que está lejos. La que no ve cómo tomás el café o te vestís…”.

El poeta sabe que pese a todo y sin creerse demasiado, habrá al final del viaje una solitaria recompensa que, sin palabras ni famas ni honores, le permitirá descubrirse auténticamente vivo en medio de la oscuridad y falsedad del mundo, y de aquéllas y aquéllos engreídos que lo vituperaron o ignoraron poco o nada recordará. Tal como quiso guerrear partirá, y un canto dolorido de su aldea se escuchará hasta el fin ya cercano de los tiempos.

FBA

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