domingo, 24 de mayo de 2009

UNA VERDAD DE A PUÑO

Se pregunta el columnista de
www.elpilon.com.co (leído también en www.parrandavallenata.com), Jorge Nain Ruiz, ¿dónde están nuestros verdaderos compositores? Y lo hace motivado, sin duda, por el dolor compartido de apreciar cómo los concursos de canción inédita -concretamente el del Festival de la Leyenda Vallenata en Valledupar- se han venido caracterizando por darle cabida sólo a canciones denominadas “festivaleras” en detrimento de toda creatividad y originalidad en lo que a letra y música se refiere. El del Valle lleva -en su opinión- los últimos veinte años dedicados a permitirles a los artesanos de canciones regodearse como Pedro por su casa. El tema es, por lo general, el mismo: canciones a Valledupar y al folclor vallenato.

Y sí, en términos generales se aprecia que los compositores foráneos nos dicen que se sienten tan vallenatos como los vallenatos, que llevan al Valle en el alma desde pequeños, que la música de acordeón corre por su sangre, que quieren ser enterrados en esas paradisíacas tierras, que cantan e interpretan los cantos de fulano o zutano desde siempre pese a las carencias y distancias, y otras expresiones por el estilo. Y los anfitriones, por su parte, no se quedan atrás diciéndonos que el Valle es lo máximo y mostrándonos una y otra vez los mismos paisajes, sus mitos y leyendas, los sitios turísticos, los versos empalagosos y la expansión mentirosa del folclor, en ejercicio también de un narcisismo geográfico que a ratos se hace insufrible y detestable. Hace algunos años, un compositor muy cercano (no menciono su nombre para evitarnos problemas), hastiado de tanta idiotez cultural le dio vida a un clamoroso paseo titulado “YO TAMBIÉN TENGO MI VALLE”. Así de simple. Así de cierto.

Pero bueno, es éste un tema bastante complejo de abordar. Y hay que hacerlo con sumo respeto y cuidado. ¿Dónde están los verdaderos compositores vallenatos? Difícil pregunta. No están, por supuesto, en las baladas que se graban permanentemente con minimizado acordeón tanto por grupos ya identificados con el incontenible lagrimeo como, incluso (y ello es aún más grave), por artistas que se vanaglorian de ser continuadores de la tradición. Tampoco están en las canciones arrítmicas y estultas que, usurpando la fuerza de la juventud, se burlan de ella y la pisotean o menosprecian. Y como van las cosas, tampoco en los festivales de música vallenata donde la emotividad pasajera (otra expresión de la sensiblería) y el orgullo exagerado o desmedido son los valores fundamentales.

¿Y entonces? ¿Dónde está la vida? ¿Dónde la conciencia de la muerte en cuanto principio inspirante? ¿Dónde queda la inmortalidad intrínseca y no prefabricada de las canciones? ¿Dónde esa poesía universal que trascienda lo lírico, lo bucólico, lo costumbrista y lo narrativo? ¿Dónde la fuerza espiritual a la que se refiere el médico y compositor Adrián Villamizar Zapata? De verdad, ¿dónde está el ser humano con todas sus angustias y contradicciones, virtudes y defectos? ¿Qué ha pasado con la descripción contestataria de los fenómenos sociales?

Reconocido por propios y extraños, urge hoy más que nunca ese impulso sabanero sin el cual “lo vallenato” luce condenado a seguir conjugando el equívoco papel de enconcharse dizque puramente en el pasado -o en un presente musicalmente pobre que no responde adecuadamente a las nuevas realidades que se le presentan-, permitiendo así, por acción y omisión, un falso encumbramiento que es, a todas luces, contrario a la magnitud de sus orígenes. Si el aislamiento de la región determinó buena parte de su normal desarrollo, la comunicación ha significado, inexplicablemente, un mayúsculo tropiezo que ha puesto en peligro la grandeza de esta manifestación esencialmente popular en lugar de posibilitar exploraciones innovadoras, coherentes y necesarias. Por ello, mientras más se pavonee el cerrado mundo vallenato del boom publicitario de los grandes espectáculos y de los premios internacionales, más se afianzará la crisis egocéntrica y comercial que lo carcome. Pero ojo: crisis en el sentido de desvirtuar su esencia musical, no, claro está, en términos de sacar económicamente provecho del despelote.

La respuesta no está, pues, en defender hipócrita y convenientemente el legado del folclor, sino en hacerle frente a los retos y riesgos del presente mediante una labor educativa y cultural que involucre a músicos, compositores, investigadores, académicos, escritores, directivos, gestores y amantes fieles de esta música a la que en otras latitudes prefieren, en justicia, llamarla “de acordeón”. Pero para ello hay que empezar por arrostrar un grave problema similar a los tantos que aquejan a esta dolida patria colombiana desde que apelamos al embeleco de importar modelos revolucionarios y republicanos sin tener en cuenta nuestra propia tradición ilustrada: prima el negocio, la privatización, el ánimo de lucro, la competencia, el individualismo, la corrupción, la nefasta politiquería, el peculado, la puesta en escena del embrutecimiento colectivo. Educar en serio no ha sido nunca la prioridad de esta República del sagrado corazón.

Y es entonces cuando la comprensión política de lo público deviene interesante para asumir igualmente lo musical en función de valores trascendentes. Es decir, educar para que “lo comercial” sea lo que debe ser y no lo que es. Hacerse los de la vista gorda sólo para que el vallenato se muestre en todos lados como folclor reinante y a cualquier costo, es una actitud deplorable que le causa a éste enorme daño, consintiendo así una evolución descontrolada y sin sentido. El vallenato, a mi juicio, debe y puede evolucionar rítmica, instrumental y literariamente con o sin los defensores y beneficiarios del discurso prístino del folclor, los cuales, de seguir acolitando un engaño de tan desastrosas proporciones, van a contribuir a exterminarlo. El producto que hoy se comercializa y se expande como vallenato está muy lejos de pertenecer al género vallenato. Me da la impresión de que para algunos conocedores del tema es preferible traicionar el sentimiento popular y dejar que la juventud pierda su ímpetu creativo brincando y pendejeando. Al fin y al cabo ellos siguen apegados a su historia musical de la mano de un nuevo y curioso aislamiento, perdiendo el “canto vallenato”, en cambio, toda posibilidad de vigencia y proyección.

Ahora bien, de compositores comerciales y exitosos ni hablar. Traficantes de esperpentos que desagradan y confunden, domeñan también el amor a la fémina hasta el extremo de lo cursi y baladí. Pero ya está bueno. Esa mujer abstracta y afortunada a la que tanto le cantan los mozalbetes y los mercachifles “vallenatos” es hora de que se rebele y, como por arte de gaita y chirimía, porro y cumbia, los mande a comer a todos de la torta que sabemos. Y no propiamente echándole vivas en sones a los hombres sinvergonzones y machistas (valga la rima). Es que el amor -tema de amplio espectro vital- ha perdido magia y veracidad en los cantos, y es la causa de una patología vallenata ya casi convertida en pandemia: la urticaria romanticona; o para decirlo con un término de actualidad, el sentimentalismo porcino (con perdón de los puercos).

Así pues, ¿Dónde están los verdaderos compositores vallenatos? La dificultad inicial de la pregunta empieza a desaparecer al advertir en ella la obligación de otra pregunta: ¿cuándo un compositor vallenato es “verdadero” y cuándo no? O mejor, ¿en qué radica “lo verdadero” del canto vallenato? Me atrevería, por tanto, a decir que compositores hay en muchas partes. No sólo en el Cesar y en La Guajira sino también en Bolívar, Magdalena, Atlántico, Córdoba, Sucre… En el Valle y en La Sabana… A lo largo y ancho de la “vallenatía” y hasta más allá o acá de ella. En el olvido de lo rural. En la complejidad de la vida urbana. En la riqueza originaria y rítmica de los pueblos. Y es obvio que también se asoman excepcionalmente en los Festivales, algunos con más fortuna o mejores canciones que otros.

Ahora bien, en cuanto a lo de “verdaderos”… bueno; pienso que para serlo no sólo hay que examinar el acontecer histórico desde la perspectiva del entorno regional, sino también la apertura de nuevos horizontes sobre la base del respeto a patrones y raíces indiscutibles. Por eso, la salvaguarda del canto vallenato no es sólo una tarea urgente con referencia a su pasado. Importa asimismo delinear su potencial presente y actualizarlo con visión de futuro. Sin embargo, veo sinceramente difícil que “los doctos y sabios del folclor” se sintonicen con algo tan grande y tan diferente a sus lucrativos festines de pacotilla. En verdad, mientras más lujos y extravagancias se inventen para atraer turistas adinerados, más se enluta el folclor que tanto dicen querer y defender. No es con artistas y espectadores ajenos al vallenato como se fortalece la cultura popular. Tampoco con eventos académicos sin mayor resonancia. La élite intelectual aporta lo suyo pero no hay que olvidar que la gran fiesta está dada en función de la música vallenata. Para que ésta se muestre “como lo que debe ser”, a través de los distintos concursos (replanteando lo que sea menester) y de presentaciones en vivo que sumen y no resten.

Por otra parte, hay que decirlo sin miedo y con toda claridad que los “verdaderos compositores vallenatos” carecen hoy día de oportunidades especialmente en materia de grabación, exceptuando algunos clásicos como Calixto, Alejo o Luis Enrique, o líricos como Gustavo Gutiérrez, Hernán Urbina o Roberto Calderón, de los cuales se echa mano a manera de relleno (de los líricos con menos frecuencia) con la única intención de agregarle al entuerto un mínimo de ingrediente vallenato. Lo otro es que el compositor asuma -como se viene dando- su propio trabajo discográfico, motivado por la demanda creciente de sus interpretaciones por parte de un público selecto que gusta de departir en espacios pequeños o exclusivos (lo que prueba de alguna manera el desgaste de la fórmula comercial, así se llegue al absurdo de contratar para una misma noche al maestro Adolfo Pacheco Anillo y a Gustavo Gutiérrez alternando con dos consagrados lloradores). O que producciones aisladas de buena calidad aporten lo suyo pero sin ir más allá del séquito de familiares, amistades, sectores privilegiados y de uno que otro conocedor circunstancialmente solidario.

Pues bien, insisto en el componente educativo del problema. Debemos aprovechar los adelantos tecnológicos, informáticos y comunicacionales para defender y fomentar la expresión vallenata en sentido amplio, dejando atrás la discriminación que impuso el Festival de la Leyenda Vallenata desde sus inicios y que dogmatizó Consuelo Araújo en su “Vallenatología”. Así como la trova cubana le llega al gran público, no veo por qué no pueda la canción vallenata masificarse -sin perder su esencia- en el gusto nacional e internacional. Mientras tanto, es preferible contar con menos reconocimiento pero con más vergüenza si queremos conquistar, en realidad, un espacio en el universo musical como lo que somos y no a partir de nocivas expresiones que niegan rotundamente cualquier camino de identidad.

Jorge Nain Ruiz se interroga, además, con respecto a por qué las canciones inéditas ganadoras en el Festival de la Leyenda Vallenata se quedan, la mayoría, sin grabar y no se convierten en éxitos musicales como sí ocurría anteriormente. Creo que el mal no radica únicamente en lo de ser canciones “festivaleras” o coyunturales. Como están hoy las cosas, nada garantiza que canciones como “Recordando mi niñez”, “No vuelvo a Patillal”, “Paisaje de sol” y “Ausencia Sentimental” hubiesen contado con la dicha de ser grabadas en caso de haber pertenecido a la época actual. Sin duda, el movimiento juvenil que se llegó a identificar con el nombre de “Nueva Ola” tiene mucho que ver con la crisis que el género vallenato atraviesa, al igual que la distorsión generada por románticos empedernidos estilo Wilfran Castillo, Iván Calderón y otros de similar factura.

Fabián Corrales y Omar Geles son dos compositores talentosos y prolíficos que, por desgracia, se muestran descendentemente atrapados por el desprestigio comercial en boga. Menos Corrales que Geles, pues mientras a aquél sólo le podemos endilgar cierta ambigüedad (en ocasiones lo absorbe la balada, otras veces se vale de los ritmitos posmodernos y de vez en cuando se acuerda de los buenos cantos e incorpora canciones premiadas en festivales; su temática como compositor gira mayoritariamente, con algunas variantes, alrededor del aspecto amoroso, si bien se cuida de dejar a salvo el orgullo masculino explotando frases y refranes de consumo cotidiano) a Geles le debemos un invento desastroso basado en la simpleza y la repetición, al que, por lo visto, le quiere sacar todo el jugo económico posible. Cantos sin mayor compromiso que hace a la ligera y entrega a todas las agrupaciones habidas y por haber para deleite de desprevenidos gozadores.

Lo cierto es que los citados compositores monopolizan las grabaciones comerciales junto con Castillo, “Tico” Mercado, “Pipe” Peláez y dos o tres más a menor escala, como en su tiempo lo hicieron los líricos. Pero la claridad salta al oído apenas advertimos en versos y melodías diferencias abismales en cuanto a motivación y contenido entre éstos y aquéllos. Lo peor de todo es que los espacios para los “verdaderos compositores vallenatos” se cierran cada vez más, ya que cuando se piensa en incluir “vallenatos de verdad” son pocos los elegidos (casi siempre los mismos) y preferiblemente con canciones viejitas. Sólo que el efecto reencauche logra lo mismo que Iván Villazón y Peter Manjarrés cuando optan por alternar sus discos marcadamente regulares con elementos clásicos y de la juglaría (“Sólo clásicos”; “El vallenato mayor”, etc.): evidenciar que el vallenato se está acabando.

Sin embargo, creo que el buen vallenato está a tiempo de dar la batalla final por sus reivindicaciones históricas y por “modernizarse” sin extremarse en cambios. No me cabe duda que su evolución es una necesidad impostergable y que, por ende, debe permitir la exploración de caminos distintos a los tradicionales y líricos si aspira a colmar nuevos espacios, cuidándose, eso sí, de hacerlo con productos de similar o mejor calidad. Sin desconocer su componente parrandero, el gozo artístico puede perfectamente educarse y difundirse para bien de una música infinita llamada a posicionarse nacional e internacionalmente como corresponde a la trayectoria folclórica de sus inicios y popular de su desarrollo posterior. No con canciones sin sentido y sin alma que a la postre terminan siendo desechables.

Rafael Ricardo lo decía el otro día en “Vallenateando con Rafa” durante el programa-homenaje a su tocayo Escalona: hay compositores de ahora que llevan más de 800 canciones grabadas y se precian de ello pero falta ver cuál o cuáles de tantas pueden llegar a considerarse de valía y perdurables. A mi modo de ver, la expresión “vallenatos de verdad” es engañosa, pues nos retrotrae de inmediato a ponderar el vallenato sólo en función de su pasado. Pero no lo es cuando comprendemos también en ella la necesidad de repensarlo con visión de futuro en el marco de sus posibilidades de enriquecimiento y expansión.

COLETILLA: Se aproximan Peter y Sergio Luis con “El Caballero y El Rey”. No quiero prejuzgar pero creo que viene al caso -en función del análisis expuesto- citar el siguiente párrafo de su autopromoción: “… VIENE CON LOS MEJORES COMPOSITORES… Después de haber realizado una rigurosa selección en cuanto a la escogencia de los temas, el equipo de productores del nuevo trabajo discográfico de los artistas Grammy Latino Peter Manjarrés y Sergio Luis Rodríguez, decidió incluir un total de catorce canciones y un Bonus track en formato de desconectado, para que hicieran parte de este proyecto musical que saldrá al mercado el próximo 28 de mayo y que cuenta con los compositores más reconocidos del género vallenato actualmente, sin dejar de lado a los autores de las clásicas composiciones de nuestra música”.

¿Y cuáles son estos “mejores compositores” con los que El Caballero y El Rey pretenden complacernos? ¿Qué arrojó la “rigurosa selección” de canciones? Veamos: Felipe Peláez con dos temas, Wilfran Castillo con dos más, Fabián Corrales con uno, Omar Geles con otro tic pegajoso desechado por Diomedes y dado a conocer como adelanto, y el “Tico” Mercado con su infaltable cuota. Y lo dicho: para que el trabajo discográfico tenga algo de “vallenato”, una canción de Aurelio Núñez y la viejita o clásica a cargo de Juan Manuel Muegues. Aparecen también Sergio Luis con un canto de obvia mocedad posmoderna, José Iván Marín (otro que está de moda pero que no logra, a mi juicio, convencer; ni con “Voy a quererte”, ganadora en Riohacha, ni con “Gracias por quererme”, escuchada de una presentación en vivo), Jorge Mario Gutiérrez y Leonardo Gómez Jr. El ingrediente divertido y mujeriego me imagino -por su título- que le correspondió a “El rey de las mujeres” de Nicolás Araújo. Entre los damnificados sé de Iván Ovalle, a quien Javier Fernández le había anunciado al aire, durante el programa radial que le dedicó por el día de su cumpleaños, que su canción “Cantar llorando” estaba entre las elegidas, interpretándola Ovalle en el mismo programa con la riqueza de un estilo inconfundible.

Entonces, sobreviene de nuevo la pregunta inquietante de Jorge Nain: sin demeritar a nadie, “¿dónde están nuestros verdaderos compositores?”. Quién sabe si amanecerá y lo sabremos…

FBA
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