sábado, 26 de febrero de 2011


BRISAS DEL MÁS ALLÁ
(cuento de FBA)


“Morir lejos. No aquí.
Morir donde nadie nos espere,
donde haya lugar para morir”.
ROBERTO JUARROZ



Primero se murió mi papá. Yo sí sabía que la muerte, en traje corriente y sin guadaña, me enfrentaría muy pronto a esa realidad terrible que desde temprana edad me convirtió en su amante. Lo que nunca supe fue que yo, siendo su fiel compañero de juegos, no estaría en la primera banca de la fiesta. En efecto, desde que empecé a vivir bajo su extraordinario influjo me imaginé mil veces llevado de la mano por tan calurosa amiga (de tarde en tarde, de crepúsculo en crepúsculo, de árbol en árbol, comiendo guayabas, mangos, peras y mamones del gran patio de la infancia) cuando llegara el momento de llorar nuestra primera pérdida familiar. Una vez vi a mi papá levantarse con enorme dificultad luego de buscar infructuosamente una antología de Juan Ramón Jiménez que, según sus cálculos, reposaba en el primer estante de la biblioteca, cerca del piso. Lo percibí viejo, cansado y compungido, pensé que el fin se aproximaba y sentí que una angustiosa culpa me comía por dentro. Desde ese rítmico y hermético los años no vienen solos que le escuché en silencio, pasaron doce años para que el desenlace fatal nos visitara.

Y ahora…, ahora que tengo la misma edad que él tenía cuando el autor de Animal de fondo y Ríos que se van se le perdió con destino conocido (sí, debe estar aún entre el rimero de libros de mi cuarto), recuerdo unos versos del único libro que mi papa publicó en vida: Los hijos crecen con gran rapidez, / se pasan a un torrente de inquietud, / y nos llevan, con prisa, a la vejez. Así decía (dice todavía, y cada vez con más rotunda crueldad) ese terceto que no ha dejado nunca de perseguirme, ni siquiera porque me llegó el turno de ser la víctima directa de su cuchillo atormentado. En cuanto a lo de mi torrentosa inquietud, por supuesto, no sólo dejé de ser feliz antes de tiempo, sino que, además, acabé con la posibilidad de que mi papá lo fuera cuando él aún estaba a tiempo de vivir. Mi papá… Un par de hijos adolescentes me indica a las claras que mi propio final está por comenzar.

Sin embargo, con la misma absurda seguridad de creerme cerca de la tragedia paterna pero lejos de la mía, creo también hoy –treinta y cinco años después de haber visto a mi papá padecer al pie de su biblioteca– que mi partir sigue lejano. Y si no, pregúntenle a mi muerte, a esa muerte llena de amor y de poesía en cuya victoria aprendí desde muy joven el fatuo, anodino, placentero y desesperante oficio de vivir. Entonces, no faltará quien me critique: claro, pobre papá, lo envejecí creciendo, sufrí por ello, abracé la desazón, omití su vitalidad, estuve en su entierro, sobreviví a su falta… Sí, pobre papá, pero también pobre muchacho que cargó desde siempre un miedo vivificante a la vejez, y que con Andrés Caicedo punzando en su cerebro no dejó de pensar jamás en la vida indigna que viviría luego de alcanzar dos decenios y medio de recorrido. Pobre muchacho que pasó sin éxito esta literaria barrera, que nunca quiso envejecer a nadie, que ni siquiera supo alguna vez ser joven.

Tenía veinticinco años cuando mi papá murió. Me encontraba, pues, en el difícil y zozobrante límite, pero fue su vida la que, seis meses antes, nos advirtió el macabro temporal que se acercaba. Ocultó su cáncer todo lo que pudo, muchos años resistiéndolo callado, convencido de que someterlo a tratamiento sería peor. Así fue, su muerte se alegró cuando desatendimos el clamor de su enemiga. Se lo llevaron tras una esperanza inútil, lo vi por última vez al menos simulando vigor y cuando volví a verlo días antes de su deceso, al regresar yo de mis estudios y él de su viaje deshonroso, ya era un cadáver sin víspera, un esqueleto artificialmente dotado de respiración. Entonces llegó el día mil veces imaginado y una extensa familia se agolpó en derredor de su féretro. Ayudé a cargarlo sólo una cuadra camino de la iglesia, me ubiqué a un costado, algo distante, del ceremonial y recibí cada discurso de reconocimiento y despedida como una puñalada en el alma. Puñaladas traperas que agonizaron rápidamente en mi rabia seca y pensativa. Se fue mi papá antes del tiempo por él naturalmente previsto y yo, su máximo sufridor, me tragué mis palabras, recordé cada rincón de mi dolor adolescente, la precocidad de una niñez sin rumbo, salvo por esta extraña vocación de absoluto que me ha acompañado desde siempre.

Después, veintitrés años después, murió mi mamá. Y esta vez las cosas fueron diferentes. No capté que la muerte me permitiría, ¡por fin!, graduarme con honores en el otro gran evento de nuestro derrumbe consanguíneo. Esta vez ni siquiera me lo había propuesto, aquella larga irreverencia que mi corazón rebelde escribió para ser pronunciada durante el sepelio de mi abuela paterna y que se quedó en el anonimato por una timidez incurable, aquellos versos profanos que tiré al olvido el día del entierro de mi padre sintiéndome perverso y relegado, todo aquello yacía muy lejos de mi actual horizonte. Había aprendido, cercano ya a mi cincuentenario, que sólo pasando inadvertido encontraba inspiración y tranquilidad.

Pero la muerte ha sido una cómplice poderosa y yo su incondicional aliado. Estaba, pues, en mora de concederme un impensable privilegio. Una matrona que no era de mi agrado (ni yo del de ella) candidateó mi nombre para homenajear en la iglesia a mi mamá. La muerte se vale de seres repugnantes para organizar el esplendor de su espectáculo. Conozco bien su oficio como ella conoce mi desgracia. Mi experiencia política, y no mi universo poético, inclinó la balanza a mi favor. Me preocupé. Las lágrimas, pocas pero cortantes, complemento de otras que por más que quise e intenté no pude derramar cuando murió mi papá, se calmaron en función de una abrumadora sospecha. Algo se traía entre manos esta odiosa mujer. No aseguré nada y salí de la funeraria bajo el residuo de una lluvia pertinaz que poco antes del amanecer nos había anunciado el fallecimiento solitario de mi mamá… la lluvia y también su reloj de pared, el cual se detuvo en ese mismo instante dejando sin más segundos y minutos el rodar de su próximo recuerdo. Llegué a casa y con el canto apagado de un turpial herido bosquejé mi proclama.

Cuando llegó mi turno, el hijo que soy había desaparecido. Un artista descomunal se pensó solo y montó su parafernalia, un actor prepotente coadyuvó en la trama, un poeta sin escrúpulos aprovechó para lucirse. Ego fétido, morbo satisfecho, un canto a la vida y a la alegría dejó a la muerte estupefacta; así ofendida, me castigaría prontamente con toda la fiereza de su bondad. Ya se sabe: somos amantes, y amantes extraordinarios no pueden darse el lujo de la más insignificante traición. Aplausos y felicitaciones por doquier, abrazos de sombras conmovidas, digno hijo de su padre alcancé a escuchar, y de mi madre replicó de inmediato el podrido corazón de un hijo que empezaba, poco a poco, a volver a la absurda realidad. La cotidiana flor de una terraza inamovible me recibió cuando volví del cementerio aún con el eco de Te amo, danza de Jorge Añez que acunó durante sus últimos días a mi mamá y con la cual un hermano cantor la homenajeó al pie de su última morada de manera más limpia y sentida que mi despreciable (deplorable) obra de teatro. Ni tan insignificante, me imagino que se diría la muerte en el instante de comprenderse vilipendiada por mi triunfo, quizá olvidando que siempre que verseo lo hago pensando en el revés. Pero ese instante de rabieta ella me lo cobraría sin contemplación alguna. La hamaca que armoniza mi tránsito a la vejez no tardaría en recibir el zarpazo de mi inseparable amiga, chorros de un dolor confuso empezaron a salirme por los ojos. Desde entonces lluevo a cántaros, tanto que hasta la misma muerte se ha visto inundada por mi copiosa lástima, y a aquella sociedad que fundamos con el fin de otorgarnos fortaleza hoy, aunque sin solución de continuidad, la advertimos profundamente desvencijada. He visto a mi muerte llorar en secreto, arrepentida por haber herido con delicada vida a uno de sus más sensibles partidarios. Pero como dije, no puedo ignorar que gracias a ella, solo gracias a ella, mi partir continúa siendo una (algo) lejana solución.

Madre mía. Madre nuestra…; cómo pagarte los días y las noches, las eternas noches…; cómo aproximarme a tu infinita bondad... No hay tampoco palabras que puedan reemplazar la caricia de mis lágrimas. ¡Todos nos vamos algún día pero nadie como tú para honrar la vida! (esto la debió indignar)… como te prometo también que voy a convertir mi dolor en alegría… Bueno, esto último, de no haber sido por su aturdimiento pasajero, la hubiera por el contrario alegrado, al saberme poseedor y excelso practicante de una de sus más portentosas enseñanzas. ¿Y si todo no fue más que una trampa urdida y tendida por aquella perversa mujer? ¿Habrá la muerte notado o previsto que el personaje por ella escogido para señalarme tuviera la capacidad de enemistarnos? Aproveché entonces esta escampada mental para, tres días después del entierro de mi mamá, ir al centro de la ciudad en procura de que sus calles ruidosas y soleadas me ayudaran a contrarrestar la venganza de la muerte resentida. En ésas estaba cuando una mano tocó en mi espalda para ofrecerme, con voz de entresueño, un impresionante sortilegio: ahí estaban, en un billete de lotería, los cuatro dígitos de la placa del último automóvil de mi papá, coincidentes las tres últimas cifras con el mes y el día en que cumplía años mi mamá.

Pagué a la oferente –una anciana que se desapareció tan repentinamente como vino– el valor de una fracción, dejándome en el acto la sensación de que alguien del más allá la había enviado a socorrerme. Un mensaje de ultratumba que no sólo me tranquilizó por varias horas sino que me permitió experimentar también que, por obra y magia de no sé quién, había entrado por un instante en otro ámbito, quedando todo a mi alrededor en silencio y desolado. Al salir supe enseguida que el mundo de los hombres volvía a funcionar como de costumbre. ¿Había encontrado acaso la clave de la existencia?, un botón que operaba a la manera de pausa sobrenatural para ir y volver cada que mi corazón, ansioso y perturbado, lo necesitara… Jugué durante muchos días el número familiar sin obtener el premio pero manteniendo una inquietante cercanía, hasta que un viernes, estando de paso en el suelo natal de mi mamá, lejos de mi secuenciada vida, vi de nuevo los cuatro dígitos, en el mismo orden, ahincados en otro billete de lotería expuesto en una hilera de mesas que atravesaba un pasaje comercial. Increíble que se me ocurriera precisamente ojear números cuando pasé por el frente de la mesa donde se encontraba el llamativo pariente. Esa noche me costó bastante superar el impacto que me sobrevino al percatarme de que, sin ganar, las tres últimas cifras del premio gordo coincidían con el cumpleaños de mi madre. Supe así que la intención de quien me enviaba semejantes destellos de felicidad no era ayudarme a superar la esclavitud laboral de una vida económicamente estricta, sino la de propiciarme un puente entre el más acá y el más allá de la muerte alumbrado con sorprendentes revelaciones. Pero, ¿esperaba la muerte que yo fuese el afortunado receptor de este regalo transmundano? ¿No sería ella misma la donante compasiva de este merecidísimo beneficio? En todo caso, ese interruptor, esos apagones posibles y deseables dejaban muchas interrogaciones por resolver, entre ellas, la más relevante tenía que ver con la capacidad o no de detener el tiempo y el enigma consiguiente de pretender o no la inmortalidad. O la más simple de todas: ¿podría finalmente la miserable condición humana extirpar el carcinoma de su peculiar insatisfacción?

Meses después, con más precisa orfandad, escribí un poema de cierre lleno de lodo y grama, un huraco invencible a la espera del siguiente eslabón del exterminio: flores extrañas de destino ambiguo / entre mausoleos hierbas del más allá confirman el futuro / pronto serán morada de nuevas pestilencias / flores que se abrazan con restos de sonrisas / sepulcro donde duermen padres / llora la vida su apuntalar temible / hueco vecino, verde resistencia, cuánto duelen las horas que faltan para amarnos… Ahí estaba, sin duda, el quid de la cuestión… Ahí permanecía la idea de la muerte rondándome ya con menos distancia, todo se revolvía otra vez hacia el examen de los afectos familiares, esa fractura inexplicable que se produce en algún momento de la vida, la ruptura al interior de un mundo consanguíneo sin inocentes ni culpables donde los abrazos desaparecen o, en el mejor de los casos, se convierten en aberración. Y cuando me disponía esta mañana a retomar, por primera vez en mucho tiempo, el curso de lo que estaba a punto de considerar normal y perecedero, sentí de nuevo, esta vez sin botón redentor, las brisas conmovedoras de la infancia, aquéllas que se extraviaron cuando, terminando adolescencia y bachillerato, me vi abruptamente arrancado para ir a estudiar una carrera de mierda en un mundo extraño e igualmente compulsivo, las mismas brisas que desde que regresé siendo un profesional inocuo no habían vuelto a entristecerme. Eran brisas del más allá pero al mismo tiempo brisas enfermas, inficionadas, ateridas, como si un rumor de padres amorosos y preocupados regresara removiéndome, con afecto y suavidad, el sentido trágico que tuve siempre, con la inequívoca determinación de ayudarme a morir.

Entonces moriré yo y no habrá pasado nada importante ni tendrá mi muerte ninguna utilidad para el futuro. Nada se detendrá ni dejará de ser cuando me vaya. O mejor. Cuando me muera. Irme me suena a viaje esperanzador… Tal vez venga algún loquito sin oficio ni beneficio a llenar de datos la que fuera una historia rica en tormentos y desparpajos, a lo mejor se aparezca una antigua amante a cumplirme un ebrio deseo y haga sonar una endecha durante las oquedades de mi entierro. Pero nada de lo aquí escrito servirá para explicarme ni para sobrevivirme y puede, en cambio, ser usado justicieramente en mi contra, pues, a la postre, fui yo el real y único responsable de esta debacle a la que lenta pero seguramente se fue acomodando mi pundonorosa vida. Y que conste: nada más alejado de la literatura que estas líneas moribundas sin goce personal alguno y, por lo tanto, incapaces de valerse de la ficción para poder ejercer la crueldad. A lo sumo, amor dolido, renglones vanos, verdades espantosas, brisas de infancia, ayudas proverbiales, las mismas que un novelista y pintor de noventa y nueve años continúa esperando en una localidad de la aglomerada Provincia de Buenos Aires.

Primero se murió mi papá. Yo sí sabía que la muerte, en traje corriente y sin guadaña, me enfrentaría muy pronto a esa realidad terrible que desde temprana edad me convirtió en su amante. Pero lo que no sabía era que yo tuviera un lugar para morir y que éste se pareciera tanto al de mi caudalosa inexistencia, como tampoco que una brisa juguetona que creía perdida vendría a ponerme punto final sin discusiones, escribiendo también por mí estas ultimidades que la vida calla.


Montería-Córdoba (Colombia), agosto de 2010


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