miércoles, 17 de diciembre de 2008

DEL LIBRO DE CUENTOS “CUANDO LA MUERTE AMA” (2000) FBA

41

Era un cuarto frío y oscuro. Esa noche, todos en la ciudad andaban medio locos; víspera de fiesta, se tomaba más de lo debido. No los culpo, pues yo también me emborrachaba sin dios ni ley y la embarraba de lo lindo. Pero no sé qué diablos pasa con los hombres como yo, que por más que nos empecinamos en perder nos salen nuevos caminos en el corazón. Y así fue, caminé por entre montones de cuerpos y me sentí como siempre, perdido, ausente, triste y solitario, en medio de un gran ambiente que me lanzaba lejos, hasta las mismas escalinatas de la desesperación. Tenía que meterme nuevamente en esa calle alegre y bulliciosa para poder salvarme del duro privilegio de la vida, de las buenas embestidas de sus muertes. Y bebí, volví a transformarme en un habitante más del absurdo cotidiano, única manera a la larga de padecer cierta felicidad, de sentir y gozar el torpor de la libertad. Estela de muchas esquinas, numerosas tiendas, quioscos inolvidables, conocidos que se convertían en los mejores amigos entre cervezas y tardías sinceridades. Por obra y gracia del licor, de su chaparrón de afectos trasnochados, las antipatías resultaban superadas, cedían las desconfianzas y se desvanecían las distancias hipócritas del jodido vivir. Bebía, sí, y desde entonces me había apoderado de esa avenida sin árboles que presenciaba muda el anuncio de la locura colectiva, con mezcla de complicidad y violencia, en la que yo desempeñaba, con natural evasiva, un inverosímil papel preponderante. La sempiterna calle de El Ojón, otro más de La 41, acribillado por los príncipes de la suciedad, y de El Bonyur, tremendo, virtuoso, oportuno, con su pasado militar, presente destartalado, futuro de cajón, el de siempre, su inmortal despedida, suerte y paludismo, más seguro en la cárcel que en las calles. Sin poder evitar sus desmanes, el fogoso paseo de sus prostitutas, la valiente animación de sus mariquitas, maravillas y percances de aquel estrépito sin emoción. Atrás permanecía, inexplicable y valerosa, la angustia de tantas horas, el aguijón de tardes enteras, remolino de nunca acabar, grata prisión del hombre auténticamente libre. Pero surgiría una aproximación realmente tenebrosa, tan afecta a la muerte como a la vida. Era un cuarto frío y oscuro, a salvo del estupor que anticipaba la fiesta, a prueba de aquella salvación que estimulaba la pena. A pesar del gentío, fustigado por el calor, perseguido por la bulla, desarmado por el plenilunio, algo inusitado y poderoso arribó de repente como exigiendo espacio, rompiendo puertas y quitando telarañas, y en un dos por tres la claridad celestial del aguardiente, su macrocosmos de pasiones y destrezas, se vieron mellados por una fuerza punzante y deliciosa que pareció colocar las cosas en su sitio. Y así fue, vagué por entre poquedades de fuegos y me sentí como siempre, seguro, presente, contento y habitado, en medio de un gran silencio que me soltaba dentro, hasta escudriñar en los precipicios de falsa insatisfacción. Aliento de pocos minutos, refucilo de amor que se eternizó en el más insignificante recoveco del alma, noche fatal que contaminó mis alegrías, fría y oscura euforia que empantanó la tristeza de mis odios. Nuevamente, un infierno como el mío, repleto de agónicas victorias, se venía fácilmente abajo, aunque había alguna dificultad en esa pérdida irreparable, quedaba cierta nostalgia que me permitiría volver.

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