martes, 23 de junio de 2009

EL PORRO Y EL VALLENATO: EN BÚSQUEDA DE UNIVERSO E IDENTIDAD…

Dos reconocidos personajes (cada uno desde su trinchera) motivan la escritura de estas líneas. El primero de ellos, el periodista y escritor Heriberto Fiorillo, quien en su artículo “Dolor de Porro” se lamenta de que en su Carnaval de Barranquilla no tengan ya asiento los porros y las gaitas, la diversidad rítmica, las cumbias y la gran fiesta de las bandas sinuanas. Dice Fiorillo que “hemos vivido con asombro y con tristeza, durante los últimos años, la ruptura de una tradición, la desaparición de gran parte de nuestro acervo musical, la exclusión y el amordazamiento mediático de unos ritmos que al parecer, por intereses personales, algunos prefieren declarar difuntos”.

El otro personaje es el músico, compositor y Director de la Banda 19 de Marzo de Laguneta, Miguel Emiro Naranjo Montes. Se interroga este baluarte del folclor cordobés acerca de la necesidad de que el porro se universalice, y para ello, nos dice, es necesario que el porro deje de circunscribirse exclusivamente a corraleja, a toros y temas afines.

Bastante espinoso el asunto. Descontextualizar el porro no deja de ser un problema cultural mayúsculo. Sin embargo, es, por lo mismo, un reto interesantísimo de magnitudes insospechadas. Y a un reto de similares defectos y virtudes es que hemos venido sosteniendo en este blog la imperiosidad de que la música vallenata le haga frente. En efecto, creo que la única manera de evitar que, en lo que al vallenato se refiere, se sigan multiplicando y reproduciendo los elementos lucrativamente románticos y juveniles de su actual crisis, es atreverse a innovar responsablemente de la mano de la tradición pero sobre todo de la mano de las universales y sempiternas expresiones poéticas a través de las cuales el ser humano ha dado y da testimonio de su paso complejo por el mundo. Así las cosas (y con el perdón de los vallenatos), con más canciones a La Sierra o al Guatapurí es difícil que podamos seguir reclamando identidad.

Y entonces? Qué hacer? Otra vez esa pregunta incómoda que en la segunda década del siglo XX prendió tantas esperanzas como tragedias de cambio político, económico y social. En cuanto al destino pensable del porro, no me queda más remedio que blasfemar en función de aplaudir la inevitable profundización de sus aires en compañía del canto como motor impulsor de este controversial desarrollo. En este sentido, llama poderosamente la atención el Festival del Porro Canta’o Inédito que se celebra en San Marcos-Sucre. Pero, ¿será realmente sensato y deseable este camino? ¿No habría acaso una ruptura desastrosa en términos de identidad al plantear la universalización del folclor por fuera de los elementos naturales de la aldea? ¿No es más universal el hombre cuando vive, sueña, sufre y le canta a lo suyo?

Fiorillo hace también un llamado al Estado colombiano para que construya identidad desde la biodiversidad: “Creer y promover que somos el país del vallenato y del sombrero vueltiao nos servirá en la medida en que permita iniciar al mundo en el conocimiento de nuestros demás ritmos, de los demás sombreros y de toda la cultura que somos. De lo contrario, nos hará más pobres”. Me muestro plena y dolorosamente de acuerdo con Fiorillo. Con respecto a nuestro sombrero “vueltiao” -elevado a la categoría de símbolo nacional-, ya va siendo hora de que se reivindique su espíritu de caña flecha para reconocimiento y regocijo de los artesanos de Tuchín (Córdoba) y no por obra y gracia de gobiernos oportunistas y de benefactores consanguíneos o proclives que terminan favoreciéndose inescrupulosamente a expensas del folclor. Por otra parte, quiero y respeto de tiempo atrás la música del Valle de Upar pero ya va siendo también hora de que a nombre de lo vallenato y sobre la base de una expansión dudosa no se satanicen los demás ritmos caribeños.

Así como lo vallenato puede llegar a manifestarse a través de instrumentos que alternen con el acordeón, éste puede dar cabida a presentaciones artísticas distintas y si se quiere de mayor contexto y riqueza musical, librándose así de sobresalir menoscabado por el hermético horizonte de los cuatro aires vallenatos. Los músicos sinuanos y sabaneros merecen que el famoso sombrero de los cordobeses se asocie preferentemente con su legendario trasegar; además, ningún proceso de universalización musical puede tener éxito si desconoce de plano la diversidad rítmica de sus orígenes y posibilidades actuales, afirmación que, por supuesto, no puede colocarse al servicio de las arritmias contemporáneas ni de los ritmitos posmodernos que circulan por lo general en el reino de lo efímero y desechable. Las fusiones son bienvenidas en la medida en que permitan ahondar constructivamente el sendero de la investigación, no si se limitan a escenificar colchas de retazos valiéndose pobremente de los adelantos tecnológicos. Como diría Ernesto McCausland, “no es lo mismo fusión que confusión”.

Ahora bien, la responsabilidad de la crisis recae igualmente en quienes Heriberto Fiorillo identifica como los “dueños, directores, programadores musicales de estaciones de radio y de canales de televisión, D.J.’s, picoteros y ponedores de discos”, para señalar la obligación ética de promover toda nuestra música y no sólo aquella que paga por su divulgación. El “jugo de la payola” como lo denomina Fiorillo, contra el que tantos artículos y eventos académicos se disponen pero poco o nada en realidad se hace. Claro que en esto de buscar culpables habría que recordar el viejo poema “Hombres necios” de Sor Juana Inés de la Cruz y tener en cuenta, al lado del que peca por la paga, al que paga por pecar.

Ya sabemos que la corrupción es un mal que ha echado muchas raíces en Colombia y la música no escapa a ella. Así las cosas, la misma práctica infame que enriquece en un abrir y cerrar de ojos a políticos, ingenieros y otros contratistas, hace de las suyas, con pasmosa y creciente recursividad, en el terreno musical. Habría que indagar asimismo cuánto de malversación de dineros públicos hay en festivales de todo tipo que proliferan a lo largo y ancho del país.

Finalmente, lo universal pasa, a mi juicio, por una revisión y/o actualización de la identidad que no escapa obviamente a interrogantes de diverso orden. Aún, por ejemplo, me sigo preguntando si no existen en el porro y en el vallenato componentes intrínsecos que impiden su evolución, o mejor, su exploración literaria o textual. En todo caso, no es nada nuevo este asunto de examinar los folclorismos locales a la luz de los cambios y las posibilidades creativas que subrayan como negativo el fundamentalismo dogmático de los puristas.

El libro de Jorge Nieves Oviedo -cuyo solo título, “De los sonidos del patio a la música del mundo”, dice bastante en torno a esta problemática- es un valioso llamado a atrevernos a repensar las músicas tradicionales y populares sin el estatismo afectivo de las que yo llamaría (sin ambages y resaltando la paradoja) “élites folcloristas”, al igual que a contrapesar las tendencias unificadoras del mercado. La tensión entre lo local y lo universal se hace igualmente presente cuando, en últimas, se precisa la necesidad de responder -en perspectiva crítica y abierta- a un interrogante de singular importancia: “¿cómo pensar simultáneamente lo local sin dejar de lado preguntas de significación para contextos que son más amplios del que se explora?" (Ana María Ochoa Gautier, en: Prólogo del texto citado).

Coletilla: Retos como los expuestos requieren del compromiso y cambio de actitud por parte de músicos, intérpretes y compositores de larga data, pero sobre todo del talante y emprendimiento de las nuevas generaciones. Quiera Alejo y Octavio y Landero y Nando y Molina y Toño y Antolín y Abel Antonio y Pello y Emiliano y Luis Enrique y Barros y Rafa y Colacho y Herrán y Munive y Pacho y Tobías y Kaleth y los Juanchos y Cotes y Ramón… que el amanecer del porro y del vallenato nos despierte con las ganas parranderas de siempre, pero, especialmente, en comunicación con un horizonte vital y educativo musicalmente esperanzador.
FBA

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