jueves, 19 de noviembre de 2009


LA NOCHE DEL EXILIO
(cuento; autor: fba)


para Orlando Alarcón, por los viejos sueños…

“Es la ira,
Mi desbocada ira
Que viene blandiendo sus espadas”
JUAN MANUEL ROCA

Tenían un mes de estar viviendo forzosamente en Bogotá cuando Orlando le comentó que su novia llegaría esa tarde procedente de Montería. Es una práctica de campo, le dijo emocionado, se hospedarán en el hotelito de La Séptima. Jorge recordó de inmediato muchas de sus peripecias en aquel hotel durante las jornadas de negociación sindical. En medio de un frío excesivo, con los labios destrozados y casi siempre sin plata, no lograba nunca conciliar el sueño. Al menos la sede del sindicato bancario en Teusaquillo contaba con mejores condiciones, así le tocara bañarse en agua fría y dormir en una buhardilla repleta de camarotes para asiduos u ocasionales visitantes. Gracias a un camarada del Comité Ejecutivo tenían acceso a ella a un costo simbólico de mil pesos por noche. Estaba de paso en la capital a la espera de, prácticamente, nada y no importaba cumplir con la regla de llegar, como muy tarde, a las ocho de la noche so pena de quedarse en la calle. Jorge oyó a su amigo de andanzas políticas, quien le insistía en que lo acompañara esa noche a una discoteca de Chapinero para tratar de finiquitar las cosas con su incipiente novia universitaria. Reparó, sin embargo, en las prácticas de campo de la universidad que, con Orlando y otros compañeros del movimiento estudiantil, defendían vehementemente cada que los reformadores curriculares amenazaban con extinguirlas. En realidad, era un asunto más de historia política que de rigor académico. En todo caso, mientras pensaba en ello le dijo que sí a su inseparable amigo.

El mediodía capitalino lucía relativamente espléndido y a las dos de la tarde, ya con dinero en el bolsillo, las cosas serían distintas. Por lo menos eso les garantizó José Luis, dirigente estudiantil ducho en juventudes comunistas y revolucionarias pero igualmente experto -como había logrado comprobarlo Jorge personalmente en cuestión de pocos días- en sacar partido de las situaciones difíciles, obteniendo beneficios económicos de organizaciones sindicales y no gubernamentales por concepto de solidaridad. José Luis, por supuesto, agravaba el asunto y en caso de ser necesario lo inventaba. Y en efecto, a las tres de la tarde salieron de la ONG de turno cada uno con doscientos mil pesos en su haber. Jorge no supo disimular la incomodidad de aquel momento, conocido por su postura radical al respecto contra todo tipo de corrupción en la izquierda, pues sólo así sería posible -argumentaba enérgico- un auténtico escenario de cambio que garantizara un mejor futuro para la tan desvaída patria colombiana.

Pero la tarde de ese viernes santafereño no era apta para soñar sino para vivir, y en un abrir y cerrar de ojos se encontró sentado en una taberna cualquiera ingiriendo la primera cerveza como abreboca de lo que sería aquella noche inolvidable. La incertidumbre apenas comenzaba. Empezaba a oscurecer cuando José Luis tomó el portante mientras Orlando hizo lo propio tras la fémina practicante. Jorge alcanzó a escuchar, en medio de su ensimismamiento, la voz distante de Orlando instándolo a no quedarle mal. Entre tanto, bebió el último sorbo de la décima cerveza y se dispuso a buscar donde comer sin cuestionarse a qué obedecía la insistencia de su amigo. Caminando por La Caracas pensó un poco la cosa respondiéndose, como siempre, de manera inútil y desesperada.

Agobiado por un vacío sin historia acababa de cenar cuando, saliendo del restaurante, vio venir en dirección al mismo a Miguel Lora, más conocido como Happy Lora, pugilista sinuano de grata recordación por sus glorias deportivas y gracias personales. Saludó al Happy con una alegría grande, coadyuvada por la tranquilidad de encontrarse a alguien de su mundo, algo familiar y auténtico en aquel páramo de hipocresías y perfidias. Extrañado de verlo entrar al mismo restaurante, pensó entonces en los rumores que se tejían sobre la suerte del ex campeón, rumores acerca de sus fracasos económicos, vida disipada y demás. Raro verlo tan gordo aunque con la misma sonrisa y de trato jovial como ninguno. Se decía también que el ex boxeador cantaba vallenatos y de eso vivía en Bogotá. En fin, Jorge prefirió quedarse con la imagen positiva del personaje, no sin dolerse un poco de que hasta en un tipo educado como el Happy Lora la fama causara tan lamentables estragos. Cosa, por demás, comprensible en un medio de tanta manipulación mediática como el colombiano. Verdades o mentiras, Jorge no era amigo de juzgar a nadie. Imperdonable le parecía sí el descuido de la disciplina deportiva después de dejar atrás los cuadriláteros. Con idéntico criterio -se dijo mentalmente mientras caminaba ya rumbo a la cita-, sería posible abandonar la ética una vez ésta lograra posicionarse durante una coyuntura. Pero la vida, claro está, trae también su sarta de contradicciones y necesidades, y en eso él no era la excepción.

Al acercarse a la discoteca sintió que el vacío de la tarde se ensanchaba abriéndose paso a trompicones. Algo dentro de él se resistía a morir tan fácilmente. Algo dentro de él insistía en luchar contra la reciente adversidad. Recordó entonces a la novia de Orlando y la insistencia de su amigo se despejó en el acto. Se trataba de una muchacha de extracción pueblerina, sin experiencia citadina y notablemente silenciosa, y Orlando, dedicado más a los libros que a los subterfugios del amor, no se quedaba nada atrás. Era comprensible que la experiencia del amigo le serviría, como mínimo, para romper el hielo. Sólo que Jorge no estaba esa noche para ser usado como punzón. Lejano como se encontraba, se vio a sí mismo acusado años atrás por su hermana mayor de ser demasiado circunspecto. Ese recuerdo lo perseguía aun en momentos de sumo activismo en la universidad. La velada no podía, por tanto, resultar más desoladora: tres sonámbulos en silencio sepulcral con fondo musical de Rikarena. La llegada de José Luis, acompañado de una amiga que se presentó con el nombre de Verónica, sonó como campana salvadora, despertándolos de semejante letargo nocturnal.

Iban a ser las diez de la noche cuando Verónica se acordó de la tertulia con los compañeros de la Juco. Jorge, invitado a la función, se despidió de Orlando pensando en que tal vez era ése el real objetivo: dejarlo a solas con su novia inefable. La compañía inicial para no levantar sospechas y después zas, es toda tuya. Aunque ese toda tuya parecía francamente imposible y hasta cercano a lo aberrante. Se imaginó el cuadro mientras salía con José Luis y la amiga hacia otras longitudes de aquella extraña urbe. Una risa incrédula mostró levemente sus fauces. Tomaron un taxi rumbo al centro de la ciudad, pasaron por la sede del Semanario Voz la cual lucía el vestigio del último atentado dinamitero y, cinco mil pesos más abajo, llegaron al sitio del encuentro cultural.

El escenario se mostraba abiertamente patético. Un poeta de barba corrida era el centro de todas las miradas. Los tertulianos, sentados en el piso en forma de círculo, oían embelesados al enorme bardo a la par que un tema de Silvio Rodríguez Domínguez se escuchaba en lontananza. Soy feliz, soy un hombre feliz y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad, cantaba el trovador de San Antonio de Los Baños. Alguien pidió bajar todo el volumen para oír mejor al poeta y, de paso, no perturbar el vuelo de sus palabras. Jorge no se explicaba por qué tanta alharaca, saludó con un gesto de la mano para no interrumpir y se sentó donde le abrieron campo. Verónica quedó a su lado. El engolamiento de aquel poeta no tardaría en provocar la respuesta de la ironía, la oculta ironía de un famoso personaje sabatiano. Diez néctares después la situación empeoraba a medida que los versos se hacían más sonoros y continuos entre aplausos, poses, ademanes y estereotipos de insoportable vanidad. A medianoche Jorge no aguantó más y disparó. Como en el poema del sucreño Ignacio Verbel, con sujetos como ésos era preferible desarmar la fiesta.

Verónica lo salvó del linchamiento tomándolo por el brazo y sacándolo rápidamente de aquel ateneo libertario. Quién dijo que para ser poeta había que tener pinta de poeta o teatralizar tanto. Para él, esa joda le hacía mucho daño a la poesía, la cual no dejaría de tener su propio sinsentido en caso de triunfar una revolución. Mayakovsky y el futurismo eran, sin duda, un buen ejemplo en el contexto de la extinta URSS. Además, para militar en un proyecto político de izquierda no era necesaria tanta solidaridad empalagosa. Al diablo con las fraternidades melcochudas. Jorge seguía repartiendo tiros en la calle cuando Verónica le confesó su satisfacción por lo ocurrido: no sabes el favor que nos hiciste, ya estábamos hartos de este mamarracho. Jorge sintió en tan inesperadas palabras la voz de Dios dándole por primera gran vez en su vida la razón.

La última parada de la noche sería en el apartamento de un primo de José Luis en el histórico sector de La Candelaria. Mientras subían por las escaleras de un moderno edificio sin ascensor Jorge reparó, peldaños arriba, a sus dos anfitriones. Verónica lucía una juventud de treinta años, de difícil acceso pero de aliento infalible; José Luis, por su parte, vestía una máscara tramposa detrás de la cual ocultaba un apetito lúdico incontrolable. Una máscara apta para maquinar políticamente pero fácil de adivinar, difícil de digerir. A prima noche, al irse de la taberna había comprado en una tienda deportiva, con plata de la ONG, el juego de dardos finos que lo tenía alelado. Qué bien, la solidaridad al servicio de la fantasía supuso Jorge al oír el cuento. Otro más de sus juguetes, eso era la política para José Luis.

Entrar al apartamento fue casi una odisea. Dos San Bernardo ladraban desde dentro y al ver a Jorge se atravesaron en la puerta impidiendo el paso. Apartados por el primo Andrés logró ubicarse, de pie, en un costado de la pequeña sala de un típico apartamento de estudiantes. Sin sillas, sin mesas, sin nada. Solo dos cuartos estrechos, un baño común y colchones por el suelo. Así que lo que Jorge se había imaginado plácidamente como la posibilidad de pernoctar en un buen sitio, era otra de las quimeras de esa noche interminable. La incertidumbre continuaba y, con ella, un pandemonio de impensadas flores hacía su arribo. El primo Andrés, en paños menores, se apresuró risueño a festejar la interrupción, y dándoles a todos la bienvenida se retiró, veloz y picarón, a culminar la faena erótica pendiente. Mientras tanto, un individuo de aspecto brillante, sentado en el piso de la sala, saludó a los recién llegados con trago de aguardiente por persona. Un nítido olor a marihuana se sumó a la fiesta y Jorge dejó de sentirse como en su casa. Simple precaución, pues viniendo de donde venía no podía conducirse de otro modo. No sabía en ese entonces que aquello era tan normal en Bogotá como morir por arte de plomo en cualquier parte del país.

Hora y cuarto después, Andrés y Juan Manuel se integraron, colmados de amor, a la reunión. La hierba pasaba de mano en mano y una canción sin música pidió permiso para fumar. Jorge, desganado, sabía que no habría licor alguno que lo emborrachara esa noche. Y como trabarse no era lo suyo, optó por nutrir un poco la conversación. En vano. El palo no estaba ya para cucharas. Palmo a palmo fue fingiendo el sueño hasta que José Luis le ofreció un colchón del otro cuarto para reposar. Con la puerta entreabierta seguía oyendo las risas y babosadas de aquellos parlanchines en volandas cuando, de un momento a otro, se escuchó un silencio atronador. Podían ser las cuatro de la mañana. Eso imaginó y sintió ganas de orinar. Se levantó y al acercarse a la puerta vio a los canes gigantes esperándolo tras ella. Se asomó sutilmente percatándose de que no había rastro de los otros habitantes y no le quedó más remedio que volver al colchón a esperar el amanecer.

Con las primeras luces salió del dormitorio en puntas de pie y pasó en cámara lenta, con un San Bernardo a cada lado, por el cuarto vecino donde Andrés y Juan Manuel dormían abrazados. Tuvo que zigzaguear en la sala para no pisar el cuerpo sin brillo del desconocido y no dañar el beso dormido de José Luis y Verónica envueltos en una eternidad creíble. Con el par de escoltas atentos y recelosos llegó como pudo hasta la puerta principal. Sabía de la benevolencia y dignidad de esos perros legendarios pero la prudencia ordenaba no confiar. Famosos también por su olfato desarrollado se decía que eran poseedores de un sexto sentido frente a la inminencia del peligro. Jorge se percibió a sí mismo con un olor de los mil diablos. Salió y cerró suavemente para no correr el riesgo de despertar a los vencidos, quería huir de aquel lugar y, al saberse afuera, un suspiro de alivio se acomodó en su rostro. Por la avenida diecinueve subió hasta la carrera séptima, dobló hacia la derecha y a la altura de la calle veinte pasó por el hotel donde aspiraba Orlando a amanecer retozando por un amor tan inconcebible como incierto. La Montería de sus años de infancia le vino a la memoria, la que, pese a la violencia selectiva de los últimos tiempos, seguía firme en el recuerdo. Aquella de las tardes apacibles en las terrazas, la de las primeras ráfagas del desconcierto, los amores imposibles y las manos posibles, la del sempiterno robo del erario, la del río Sinú antes de ser fracturado por el progreso.

Corría el año de 1997 y su noche del exilio había terminado. Pero las del aparatoso vivir apenas comenzaban.


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