martes, 23 de enero de 2018

DILEMA moral, amoral y hasta contra la moral si así lo prefiere alguien definir. Pero dilema al fin y al cabo. Como para meterse en camisa de once varas. ¿Qué es lo que se elegirá en Colombia el 11 de marzo de 2018? Nada más y nada menos que a un puñado de colombianos (268) que aspiran a ganarse más de treinta millones de pesos mensuales entre sueldo básico (faltando incremento salarial 2018), gastos de representación y prima técnica, y acceder también a privilegiados beneficios como: primas especiales de julio y diciembre, prima de localización, régimen excepcional de prestaciones y de pensiones, planes de telefonía móvil, camionetas blindadas, transporte regional, pasajes aéreos nacionales en clase ejecutiva, contratación de asesores, turismo internacional, vigilancia policiva, escoltas por cuenta igualmente del erario, cuantiosa incidencia en melosas inversiones, maniobras clientelistas y no sé qué otras perlitas del país corrupto que nos gastamos.

Y los colombianos somos tan pendejos que los elegimos para eso. El solo aspirar me parece de una indignidad absoluta si nos acordamos de la iniquidad que pesa en muchos aspectos sobre una república que en realidad nunca se independizó ni ha sido capaz de superar sus sociales contradicciones y violencias enfermizas.

En lo particular (para no mencionar casos mucho más aberrantes y masivos pegados al desempleo, a la informalidad, al rebusque, al salario mínimo que ni siquiera es mínimo y al tener que trabajar incluso a cambio de salarios irrisorios y humillantes), recuerdo que a los funcionarios del Ministerio del Trabajo (la casa del trabajo dizque digno y decente, el “ejemplo por seguir”) les tocó acudir el año pasado a un paro de 42 días para medio empezar a dignificar los salarios de inspectores y demás funcionarios de otros niveles mal remunerados, y todavía es la hora que ni la astuta Ministra ni el dichoso Congreso les han cumplido a los trabajadores de la citada entidad. Lo que debía empezar en enero quedó pendiente a ver si en marzo, “en pleno ajetreo electoral”, se puede por fin aprobar, incluyendo los micos propios de las trapisondas politiqueras que le colgaron al proyecto. Y hay sindicatos torpes e ilusos que les creen.

Sabemos que nada va a cambiar por más que queramos apoyar a alguien capaz y honesto que consideremos podría merecerse nuestro voto. A lo sumo le ayudaríamos a esa persona a mejorar (en forma ostensible, mucho más de lo ética y comparativamente aceptable) su situación económica. En el utópico caso de salir electo, ¿qué podría lograr un sujeto así en un escenario como ese, en el que imperan las oscuras mayorías y las bancadas totalitarias? O se aísla para preservarse o se corrompe para lo mismo, y cuando más, en el primer caso, lo veríamos flameando uno que otro discurso televisado para ganar opinión, a sabiendas de su esterilidad en términos prácticos. Quizá le sirva para reelegirse más tarde. En todo caso, más grave sería votar para pagar favores o por pretenderlos. Y mucho peor si se termina votando por aspirantes de extensa fortuna y con apellidos de esos que han dominado a este país durante siglos. Verdad de Perogrullo agregar que las mafias electoreras y los liderazgos barriales que mueven los votos a punta de billete sí que saben hacer sus cosas, se trata de un malvado sistema que funciona casi a la perfección y los que tienen con qué aceitarlo van a la fija. Porque no es cualquier cosa lo que persiguen. Llegar al Congreso y sostenerse en el negocio de lo público garantiza no solo poder recuperar con creces lo invertido vía reposición de votos y a través de otras actuaciones non sanctas, sino acumular, además, mayor riqueza afianzándola en el sector privado.

Así pues, ¿qué hacer entonces? ¿Algún Lenin por aquí? Digamos, para no ser del todo pesimistas (pesimismo que tal vez sirva, por fuerza de paradoja, para que la gente reaccione siquiera contra él, mucho más que si optáramos por predicar ilusorios avances de cultura política y ciudadana), que por algo se empieza, que habría que intentar llevar al Congreso a personas con sólidos principios y visiones distintas, que hay valiosas excepciones, que no votar tampoco conduce a nada…

Solo que el dilema persiste y debe resolverse en función de coherencia y dignidad. No solo por lo nugatorio de tal propósito en un país que ha viciado tanto la democracia como el nuestro, sino porque habría que implementar primero reformas profundas y radicales que reduzcan el poder legislativo a sus justas proporciones. Votar, en las actuales condiciones, por alguien (por muy bien intencionado que se muestre) que en caso de ganar legitimará, quiéralo o no, el vil desequilibrio reinante, me parece (para el caso del voto limpio, libre, autónomo, de opinión y sin militancias partidistas) estúpido y contradictorio.

A menos que el voto en blanco, de opinión o de castigo nos depare sorpresas agradables, el 11 de marzo por la noche presenciaremos el sainete mil veces repetido. El monstruo sabe asegurar su supervivencia, sabe mimetizarse y renovarse de mentira. Hasta fraguarse oposiciones para impedir que verdaderas oposiciones puedan pelechar. A estas últimas, si no se las traga, las neutraliza.

Cuestionable resulta igualmente (y no por las razones ya manidas de la extrema derecha colombiana, experta en meter miedos baratos para que nada cambie, así hablen de crisis y de cambios para medio justificarse) que la cúpula fariana termine regodeándose en lo mismo, y sin depender en su estreno institucional de votación alguna. Entiendo por supuesto la dinámica de los procesos políticos y de solución de conflictos armados como el que aún se vive en Colombia, pero no habla muy bien de quienes argumentan vías de cambio social significativo el acabar conformando una corporación desprestigiada y repleta de privilegios, de esos que, como diría mi padre en un poema memorable, “desbordan al peatón y fertilizan sus angustias”. Tantos años de lucha, tantos muertos para eso… Inaceptable, y lo digo desde el corazón de lo perdido.

Respeto y aprecio el valor de algunas candidaturas, sé que es preferible que en un Congreso como el colombiano existan voces disonantes a que todos hablen el mismo lenguaje de continuidad y cinismo. El problema es que el solo hecho de aspirar me parece, como ya lo dije, oprobioso. Son tan conscientes algunos de ellos de la magnitud injusta y exagerada de los beneficios que implica, que han prometido desprenderse de unos cuantos en caso de ser elegidos. Me parece bien. Pero mejor sería no estar en la contienda electoral ni afincarse en partidos y movimientos de historia dudosa, sospechoso presente y desesperanzador futuro. Por otra parte, desconsuela también saber que en listas como la de la decencia hay reconocidas indecencias. Estamos jodidos por todos lados. Ni derecha. Ni izquierda. Ni los centros que pretenden acercarlas a través de mañosas coaliciones. Y los pueblos feriando el poder del voto sin remordimiento y sin escrúpulos.

Las Presidenciales pintan un tanto diferente. Hay algo en el ambiente que las está moviendo de manera extraña. Habrá que estar muy pendientes de lo que acontezca de aquí a mayo. De pronto, ¡esta vez sí!, nuestro voto se necesite y pueda ser determinante.

Por lo pronto, finalizan treinta días por fuera de lo laboral que he aprovechado para hacerme acompañar de música universal como la del yarumaleño Carlos Palacio, y de libros como: las conferencias sobre el tango de Borges, Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas, la trilogía de Escenas de una vida de provincias de Coetzee, la poesía completa de Pizarnik y el Otromundo de Gelman, El maestro de esgrima de Arturo Pérez-Reverte, El año de la muerte de Ricardo Reis de Saramago y Lejos de Roma de Pablo Montoya (que terminé de leer anoche, ¡tremendo libro!; prosa poética, más que novela, en la que la mitología, la historia, la poesía, la imaginación, el amor y el desarraigo se entrelazan bellamente). Días que alcanzaron hasta para empezar a recorrer La ciudad antigua de Fustel de Coulanges y aproximarme a Los Celtas de Henri Hubert. Cuatro  libros más espero tener pronto en lista de lectura: El pintor de batallas de Arturo Pérez-Reverte, Una casa para siempre de Enrique Vila-Matas, Los derrotados de Pablo Montoya y La lluvia en el desierto de Eduardo García. Difíciles de conseguir, pero voy tras ellos.

Me excuso por la impertinencia de relucir lo anterior, empleado solo para preguntar qué sería del mundo sin música y sin libros. Volveré, pues, a los rigores mal retribuidos del ruido del trabajo, con la esperanza de sacar tiempo para proseguir la escritura de mis propios libros e intentar publicar alguno de ellos antes de que se vaya este año que ya cogió carretera.

Tiempo de elecciones. Tiempo de repensar la vida y el país en que callamos. De atrevernos a sopesar las verdades de un mejor destino, de dejar atrás un parlamento de sinsabores, de abandonar el absurdo partidismo, de torcer el curso de una tragedia que se creyó demócrata y republicana. Para que, en lugar de patria te adoro en mi silencio mudo y temo profanar tu nombre santo, decir como Ovidio, lejos de Roma, que la patria es una aldea desolada sobre la cual gira un viento sin nombre y sin rumbo. Y acunarlo de tan hiriente forma que sea posible aprender a transformarla.

Me despido. Y por favor: si votan, que, al menos… ¡no sea tan mal!


FBA                              



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