martes, 25 de noviembre de 2008


Artículo publicado en Poder Costeño en su edición del 7 de junio de 1985 (No. 390):

LA CANCIÓN VALLENATA: BUSCANDO A RUBÉN

No es cosa de entregarnos a conservar lo que tenemos y mucho menos es cuestión de tradiciones. Se necesita un cambio, si se quiere, brutal. Cuando la música vallenata sea algo diferente, cuando se transforme y adquiera su compromiso -no serio, sino revolucionario en la medida más particular del adjetivo: cambiar por cambiar-, compromiso que en ningún momento implica pensar monstruosamente en el rompimiento musical o en abandonar la estructura popular no teorizable de sus entrañas y placeres hecha canción o viaje a través del canto, tendremos otro espíritu y otra armonía, la armonía de la música que no se estanca por simples y monótonos criterios comerciales.

Está bien, pero entendámonos. No hay que desconocer la importancia de los viejos músicos, las diversas modalidades del vallenato, su misma historia -lo que ocurre es que a veces la historia no nos deja progresar- pero tampoco se trata de retomar estos caminos del folclor arraigado que no admite nuevos rumbos. Sí, el vallenato actualmente no aporta nada a la evolución que tanto su tiempo como su espacio le exigen. Ni siquiera en aquel período transitorio cuando no se abandonó la música que ya venía (precisamente porque era o es una música exquisita y trituradora que converge siempre hacia lo mismo, como si en una especie de remanso los temas se vieran obligados a inmolarse por los sones, merengues y paseos de acordeones que no dan para más), pudo sacudirse el vallenato de las letras arrepentidas que cuentan algún olvido, que lloran los amores con una mojigatería cercana a lo sublime, y cuando no estoicas, patológicamente infantiles o atiborradas de un machismo maricón. Como si la tierra más que tristeza produjera llanto, y a caudales sensibleros.

No obstante, la época dio sus buenos frutos: Noche sin luceros, Campesino parrandero, Los maestros… Para muchos significó un comienzo, comienzo que nos llevó a coleccionar lo que hasta ese entonces era la música vallenata pasando por Amor sensible, Tiempos de la cometa, Soy estudiante o Las bodas de plata. Pero poco a poco, durante algunos años de apasionado fanatismo (y para que valga el pleonasmo expresemos que se trataba de una búsqueda sin fronteras de dicha música como medio para escuchar la quintaesencia que escondía su descuidado sonido), se fue acercando la aridez presente donde la aparición del último trabajo discográfico -como dicen los locutores- poco interesa, perdiéndose incluso la mera inquietud de coleccionar por coleccionar. ¿Será que la música vallenata es tan absorbente que impide que la canción vallenata pueda matizarse con contenidos artísticos o literarios? ¿Será que su lenguaje en vez de popular es populachero?

Al vallenato le hace falta un Rubén Blades. No hay razones de peso que dificulten su nuevo contexto: el del arte; volviendo sobre algunas de sus raíces pero superándose en cuanto a que plantee la posibilidad de triunfar sobre ritmos y melodías estrechos para bien, incluso, de la música, haciendo nacer de su propia realidad otro horizonte: el de lo descrito; un lenguaje distinto y creíble armonizará con nuevos y tal vez mejores contenidos la vida vallenata. Como arte, será completamente inútil, pero abrigará en su ambiente cultural los elementos más comunes y tristones de nuestra vida: la incultura de los abismos y la ingenuidad atrevida. O como lo dice Rubén Blades: “ciertas sutilezas e ironías, cierto humor o dolor que se manifiesta en mis canciones, que son el producto de mi nacimiento y crecimiento en un país latinoamericano”.

¿Por qué al vallenato no habría de ocurrirle lo mismo? Rubén Blades, frente al auge de la salsa naciente después de la revolución cubana -que en su mayor parte invitaba a bailar y a gozar-, no optó por el son cubano sino que trastocó a fondo el problema de la compenetración entre letra y música, haciendo de esa música que él identificaba cuando sonaba, intención poética y continente emocional.

HASTA AQUÍ EL ARTÍCULO. VEAMOS AHORA, MUCHOS AÑOS DESPUÉS, QUÉ PODEMOS COMENTAR AL RESPECTO.

En primer lugar, más que entrar a discurrir en torno a las precisiones o imprecisiones, aciertos y desaciertos del artículo vale la pena insistir sobre la que era en aquel tiempo una propuesta desesperada ante la esterilidad o debilidad del elemento textual en la música vallenata (argumento al que, aunque ya con menos pasión, todavía me aferro), comprometiéndome ahora a decantar sus principales y actuales denotaciones.

Por otra parte y como complemento o segundo objetivo del presente comentario, es pertinente examinar hasta dónde es posible, en verdad, incorporar un componente poético distinto en este género musical teniendo en cuenta sobre todo su origen folclórico, la expresión popular y provinciana, el carácter inicial de su temática y el lirismo posterior de sus letras más sentidas. Desde este punto de vista, habría que preguntarse si salirse de este ambiente textual es válido, o mejor, si los aires vallenatos reconocidos como tales (entiéndase al tenor de la ortodoxia dominante el paseo, el son, el merengue y la puya) admiten expresar un sentido de la vida que trascienda el contexto anotado. En otras palabras: ¿es incompatible dicha música con manifestaciones literarias no necesariamente mejores ni peores pero sí sustancialmente diferentes?; ¿existen condicionamientos musicales en el vallenato que limitan seriamente tales aproximaciones? Me imagino desde ya el despelote que se formaría. Comercialmente hablando sería, por supuesto, un verdadero desastre. Bastante tiene ya el vallenato tradicional y el paseo lírico con el “vallenato posmoderno” como para ahondar en propuestas desesperanzadoras…

En torno a lo primero, es preciso arrancar diciendo que, mal que bien, el vallenato ha experimentado a lo largo de su existencia un “desarrollo” rítmico considerable. Sobre este particular, resulta sumamente interesante el estudio de Abel Medina Sierra titulado “Los géneros legítimos y espurios de nuestra música”. Encontrarán allí los lectores argumentos de importancia alrededor de una evolución, quiérase o no, evidente. El repertorio del músico vallenato ha estado ligado, desde siempre, a más de cuatro ritmos, por lo que el autor presenta su hipótesis de que “la historia genérica del vallenato no es sino una lucha de ritmos espurios contra los ya legitimados o los intentos de los primeros por ganar ese estatus de legitimidad”. Historia entonces orquestada por ritmos emergentes o fusiones modernas como los denomina Hernán Urbina Joiro en su libro “Lírica Vallenata: de Gustavo Gutiérrez a las fusiones modernas”.

Ahora bien, ¿qué tan positivas han sido las aportaciones rítmicas de la Nueva Ola, del estilo único e inconfundible de Kaleth Morales o de las romanzas del poeta Rosendo Romero (para no mencionar la mezcla inmisericorde e imperdonable de balada, ranchera y de hasta twist con vallenato)? Buen tema, sin duda, para empezar a discutir. Pero por ahora centrémonos en la parte textual del vallenato. No hay que olvidar, en todo caso, que el progreso en el arte no puede ser visto en sentido cronológico.

¿Qué ha pasado entonces con las letras de las canciones vallenatas? Mientras la historia rítmica del vallenato es rica en demostraciones, su historia textual es pobre en compromisos. Mencionar, por ejemplo, una primera importante escisión a partir de los años sesenta del pasado siglo con Gustavo Gutiérrez Cabello, quien, al decir de Julio Oñate Martínez, “revolucionó la estructura del paseo, tanto en su contenido como en la forma de versificar, introduciéndole un lirismo más manifiesto, con versos más delicados, y con melodías más dulces y elaboradas pero conservando el ritmo original”. Y posteriormente (muy posteriormente), con la inclusión de la jerga juvenil en cuanto característica peculiar de un movimiento que, más que Nueva Ola (el mismo Silvestre Dangond anunció su defunción durante una presentación reciente), significó un relevo generacional en el canto vallenato modelo siglo XXI. La cursilería romanticona, con claros visos degenerativos, no representa, a mi juicio, un viraje a tener en cuenta. Los cambios, sean positivos o negativos, deben contar al menos con una aspiración de identidad para ser considerados, y el legado de Wilfran Castillo, “Tico” Mercado e Iván Calderón (para mencionar sólo a los más representativos, y sin desconocer que se trata de compositores que cuando se lo proponen se salvan del estereotipo) está signado por obedecer exclusivamente al más oprobioso y bestial de los mercados.

De manera aislada podríamos considerar el aporte de compositores como Hernando Marín Lacouture, José Alfonso Maestre Molina e Iván Ovalle Poveda, siendo el primero de los nombrados mucho más claro y contundente a la hora de proponer un valor estético de conjunto, adjetivado y coherente, más allá de los límites de la poesía lírica. No sólo el amor es un tema genuinamente abordado por Marín; de su alma rebelde, truncada tempranamente por la muerte, brotaron aspectos bucólicos, sociales y políticos de inolvidable valor artístico.

¡Qué falta le hace Hernando Marín Lacouture al vallenato! Seguramente, de su verso maestro -interrumpido, tal como lo afirma el licenciado en idiomas y magíster en literatura hispanoamericana Oscar Ariza Daza, “en una etapa clave de su vida musical”- hubiesen surgido, con madurez o sin ella, canciones profundamente vitales y comprometidas. Y comprometidas no sólo en el terreno contestatario (remito a los lectores al ensayo Hernando Marín y la Canción Contestataria del citado profesor Ariza Daza, publicado en: Historia, Identidades, Cultura Popular y Música Tradicional en el Caribe Colombiano, Universidad Popular del Cesar, 2004), sino también en cuanto a los esplendores de una creación que incursionaba en las satisfacciones, contradicciones y sinsabores de la existencia. Los Años, por ejemplo, canción preferida por Marín, es un precioso paseo que alcanzó milagrosamente a ver la luz en la producción Rompiendo Esquemas (título obviamente sugestivo) de Silvio Brito y José Hilario Gómez (edición especial, 2006).

Ovalle, por su parte, promete para el 2009 una producción llamativa conformada por un libro, DVD acústico y CD con inéditas y ya clásicas canciones. Ruego a las deidades del parnaso vallenato que Iván también se acuerde de canciones como Que llueva, Morir de pena, Dos mil recuerdos, Un vallenato, La vida era una parranda, Resabios, Una llave de oro… No me cabe ninguna duda de que Iván Ovalle está llamado a explorar, “por el camino correcto”, la consecución de letras de mayor trascendencia para el vallenato.

Al “Chiche” Maestre le debo mi reconciliación con esta música que tanto despertó mis días de adolescencia y juventud. A medida que empecé fortuitamente, casi sin querer, a escuchar canciones de mejor factura textual me fui encontrando, tiempo después, con el descubrimiento de una coincidencia asombrosa: todas tenían como compositor a un hijo de Patillal, primo, curiosamente, de Gustavo Gutiérrez Cabello. Desde entonces, se me volvió una obsesión seguir su trayectoria artística adquiriendo, además, compactos de grupos desconocidos a quienes Maestre, sin discriminación alguna, ha favorecido con sus cantos. A partir de sus 10 AÑOS la búsqueda se despejó, mostrándose como un maravilloso oasis en medio del desierto. Habría que recordarle hoy a José Alfonso Maestre su propio “lamento patillalero” para precisar que no es tanto el destino comercial lo que está en juego: es su credibilidad y vigencia en términos de crear canciones para la posteridad; para el Tiempo, no para el tiempito, como recomendara en literatura Ernesto Sábato.

De ahí que sus seguidores (entre los que me incluyo; seguidores de verdad de un estilo que interpretamos esencial y auténtico, sin la mejor voz pero con el mejor aliento) nos encontremos a la espera de que el “Chiche” recupere para la historia la línea de Recuerdos de mi tierra, Elsa Molina, Dónde estarán los amigos, Vuelvo al Valle, Somos dos, Malena María Luna, El camino que no llega, La música de los humildes, Gustavo Gutiérrez, Otra Navidad en mi pueblo, Un poco de ti… Por cierto, este último tema (grabado por Iván Ovalle a manera de Serenata en el año 2000) está en mora de merecer una versión de su propio compositor. Versiones acústicas, en vivo, serenatas, letras novedosas… nos parece una ruta sumamente interesante y enriquecedora. La grabación mayoritaria de temas románticos con acordeón parece más un intento desafortunado de competir por el mercado vallenato.

Lo otro es demandar igualmente de un compositor de su talla, a la hora de entregar canciones a artistas como Israel Romero, Jean Carlos Centeno e Iván Villazón -ubicados perdidamente en un sendero romántico y subjetivo-, la perspectiva autocrítica que le permita no ceder a la tentación de corromperse, especialmente tratándose del autor de tantos y buenos éxitos en el pasado. Un compositor de renombre debe preocuparse asimismo por el rigor de todas y cada una de sus manifestaciones, ese sello personal innegociable sin el cual la melodía y la letra, por más afinidades que contengan, empiezan a deambular por lugares extraños, hacia el reino posmoderno de lo efímero. No tengo nada en contra de las canciones románticas, sólo que, para decirlo con palabras del mismo “Chiche”, “el amor no basta, hay cosas sagradas…”. El amor tiene su fuerza diría Ovalle pero también el riesgo de aclimatar excesos y descomposiciones en los cuales difícilmente se logra reconocer el punto de no retorno.

Así pues, desaparecido Marín, y con Ovalle y Maestre pugnando por sobrevivir como cantautores en medio del infernal comercio, el presente del texto vallenato es lamentable, y ni qué decir del futuro que, por lo visto, le espera. Me refiero, claro está, a la música grabada y que logra repercutir nacional o internacionalmente, e incluso a la que se queda amarrada a contextos regionales y locales. Otra cosa es lo que ocurre con los Festivales que será tema de ulteriores disquisiciones.

Por lo pronto, digamos que el común denominador de las nuevas producciones no pasa de reproducir la misma base autoral (así alardeen los cantantes de hacer amplias convocatorias nacionales para seleccionar las canciones), por lo que en el infaltable repertorio musical hacen gala los privilegiados e intocables enamorados de siempre (sobra mencionarlos, en el mundo vallenato todos sabemos quiénes son), acompañados generalmente de un par de temas carnavalescos en ritmos de chandé o tambora, y el resto, como para que se sepa que sí son vallenatas, dedicado a reencauchar algo de Alejo, Luis Enrique, Calixto o Juancho Polo, sin olvidar el saborcito a porro para complacer a la sabana y una pieza jocosa que le ponga picante al entuerto. La mezcla resulta, por decir lo menos, espantosa. Qué falta de respeto al compositor vallenato. Y digo intencionalmente vallenato para, en sentido amplio, abarcar allende sus consabidas fronteras geográficas, donde la música de acordeón, de la mano de Adolfo Pacheco y de investigadores como Numas Armando Gil Olivera y Ariel Castillo Mier, propugna por autoreivindicarse frente a la discriminación y exclusión emanadas, peyorativamente, de la vallenatología oficial.

¿No hay acaso compositores capaces y merecedores -entre los tantos que pululan en Festivales, conocidos o ignotos, y entre quienes se inspiran desinteresadamente por amor al arte- de asumir la responsabilidad histórica de rescatar musical y textualmente la canción vallenata? Claro que los hay, y muy buenos. Si algo me mortifica es saberlos extraviados en el universo inclemente de las manipulaciones festivaleras, cuando no expuestos al olvido miserable de quienes, por negocio o estupidez, desconocen la utilidad de su desprendimiento y su dolor. ¿Cuántas bellas y torrenciales canciones permanecen sepultadas bajo la arrogancia de semejante poder?

Finalmente, llego de nuevo al segundo objetivo de este comentario para plantear, frente a lo que denominé “vallenato posmoderno”, la necesidad de más acuciosos interrogantes: ¿estamos condenados a resistir la fórmula mercantil en boga, últimamente refrescada por el tic, melódica y rítmicamente explosivo, de un compositor digno de mejores batallas como Omar Geles?; ¿es que, en definitiva, el vallenato es puro sentimiento y como tal no da cabida a nada más?; frente a la desolación del presente, ¿sólo es posible responder a la crisis desde los elementos tradicionales y líricos del vallenato? Deja mucho que pensar el éxito comercial y sorprendentemente juvenil de Sólo Clásicos que grabara este año Peter Manjarrés con el acompañamiento de Emiliano Zuleta Díaz y Sergio Luis Rodríguez, sobre todo en su parte de acordeón y piano. Refleja, de un lado, el llamado a colmar vacíos claramente existentes, pero, por otro lado, niega la posibilidad de hacerlo desde otras perspectivas legitimando con ello el statu quo imperante.

Pues bien, habrá que esperar a ver si las romanzas de Rosendo ayudan a salvar la patria más allá de las sentimentales brumas que empiezan a escucharse. En 1985 pensé simbólicamente en la urgencia de un Rubén Blades para el vallenato. Hoy no conozco con exactitud el camino pero intuyo que la poesía debe abrir, sin intelectualizar, más poderosos espacios comunicativos. Resignarnos al eterno lagrimeo, al verso aparatoso y al embrutecimiento festivo no es bueno para la salud del vallenato, mucho menos para la de quienes se precian de ser sus más significativos amantes y dolientes. Lo de Rubén era explicable por la direccionalidad oportuna que le imprimió a la salsa. Hoy pensaría también en cantautores como Serrat, Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez…

Cierro esta primera entrega del Sub-Blog Vallenato con una anécdota personal: cuando me preguntan amigas y amigos acerca de mis creaciones vallenatas no puedo menos que responderles desde una verdad para nada presuntuosa: no me quedó más remedio que darle rienda suelta a mis locuras para contrarrestar la falta que le hacen a mis tardes sabatinas nuevas, vitales y profundas canciones. Me quedo, por supuesto, a medias pero ahí vamos, ya una de estas locuras clasificó y participó en el concurso de canción inédita del XX Festival Sabanero de Acordeoneros y Compositores “Princesa Barají”, realizado en Sahagún-Córdoba en junio de 2008. Luchar contra la corriente, como lo hizo Hernando Marín en su tiempo, es el mejor tributo que puede hacérsele a este cantautor de condiciones excepcionales y a una música infinita por la cual es sano y recomendable soportar el peso del descreimiento al calor de una parranda solitaria.

FBA

Nota: se autoriza la reproducción total o parcial de este comentario crítico, siempre y cuando se cite y se respete la fuente.

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